miércoles, 26 de marzo de 2014

El emperador sigue desnudo

La feminista

Ella tiene una maestría en estudios de género; su tesis fue sobre la performatividad del género y la risa subversiva. Ahora, egresada, se enfrenta al desempleo. ¿Quién puede interesarse en alguien con una sólida formación teórica y metodológica en estudios de género?, se pregunta. Acude entonces con su C.V. a dos lugares que considera estratégicos: el instituto estatal de las mujeres, y las numerosas organizaciones no gubernamentales (ONG) que trabajan con/sobre/para las mujeres.

Tiene suerte (además de una sólida formación teórica y metodológica), así que la contratan para un par de proyectos. Trabaja por honorarios: no hay prestaciones, seguridad social, aguinaldos ni quincenas. Pero trabaja, y reflexionar, investigar y escribir sobre la ‘incidencia feminista en las políticas públicas’ la hace sentir que de alguna forma está trabajando para la causa.

No le ha contado a nadie, claro, que no le queda muy clara cuál es LA CAUSA. ¿Será acaso que el Estado diseñe políticas públicas con perspectiva de género? Eso piensa luego de que en todas las reuniones a las que ha ido en el último mes sus colegas hablen todo el tiempo del Estado: parece que éste es nuestro enemigo principal, asume. El Estado, claro, que no quiere diseñar políticas públicas de cuidado, que tampoco quiere diseñar políticas públicas que transformen los roles de género, el Estado que  tampoco atiende la salud de las mujeres indígenas. El Estado, el Estado, el Estado. Así que ahora la solución (dicen sus colegas)  es la incidencia: obliguemos a que el Estado cumpla.

Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con la teoría que la feminista conoce y de la que hizo su tesis. Un montón de conceptos interesantísimos (deconstrucción, gubernamentalidad, performatividad, tecnologías del género, construcción discursiva, genealogía, etc., etc.). Ahora, claro, que tiene que trabajar en términos de incidencia y política pública, se ha convencido de que la teoría interesante es para leerse en los ratos libres. Ahora, claro, no habla de deconstrucción sino de desigualdad.

Al mismo tiempo, la feminista tiene treinta años y quiere tener un hijo (o varios). Como mujer autónoma y emancipada, se convence de que puede prescindir de un compañero para ello. Lo que la detiene, entonces, es que no tiene prestaciones sociales ¿y quién carajos la va a ayudar a cuidar a su bebé? La feminista concluye que tiene que trabajar más y ahorrar más si quiere darse el lujo de ser mamá.

En la reunión de trabajo del día, alguien dice que ‘hay que exigir que las trabajadoras domésticas tengan los mismos derechos laborales que el resto de la población’. La feminista se ríe porque piensa que es un chiste. La colega le dice muy seria que no es un chiste. La feminista se ríe otra vez y contesta ‘en México todos los trabajadores tenemos igualdad de derechos laborales: cero’. Igualdad en la precariedad.

La colega, que es profesora del posgrado en estudios de género, insiste con la igualdad de derechos. La colega – profesora es una feminista de más de sesenta años. Habla desde la academia, desde los logros del feminismo de su época, de su jubilación, de sus tres gatos, de su empleada doméstica, de lo cansada que está por tener que entregar una investigación la próxima semana.

La feminista joven, aunque comparte algunas de las demandas con la feminista – no – tan – joven, se da cuenta de que ésta está a años luz de su realidad. La joven feminista se siente agobiada porque después de la reunión de trabajo tiene que llegar a su casa a hacer transcripciones para pagar la renta. La joven feminista se siente sola porque se da cuenta de que las ‘hermanas mayores’ no están comprometidas con LA CAUSA ya no digamos de ‘todas las mujeres’ sino de ellas, las feministas jóvenes que no encuentran trabajos formales, que estudian un lenguaje complicado en la academia y luego tienen que aprender (sí o sí) a hablar en términos de planeación – diseño  - instrumentación y evaluación.

La feminista joven se angustia pensando en el futuro. Habla con el resto de sus compañeras feministas en el café, y después cada quién vuelve a la soledad de sus hogares porque el trabajo ahora ya tampoco se hace en oficinas.

La postfeminista

La postfeminista tiene treinta años, una licenciatura y una maestría en comunicación audiovisual. Ella estudió lo que quiso, algo por lo que siempre sintió curiosidad. Vive en un departamento que comparte con una conocida porque no le alcanza para pagar la renta ella sola.

Además de ser una apasionada de su trabajo, insiste en que fue educada para ser ‘independiente’, o al menos eso es lo que su mamá siempre le dijo. Así que se siente contenta pensando que ella pone las propias reglas de su vida.

Por ejemplo en el tema sexual: nada de tabúes ni de doble moral por aquí. Ella es conciente de que tiene un cuerpo, y de que el placer es parte indispensable de la vida. Así que no siente el menor dejo de culpa (vergüenza, pudor, ni ningún otro término arcaico) cuando les cuenta a sus amigas del acostón del fin de semana, ‘lástima que no cogía tan rico como se esperaba’, se lamenta.

La postfeminista anhela enamorarse: encontrar un hombre que quiera compartir con ella la vida, tener hijos, echar raíces. Pero esto no sucede porque por una parte no entiende qué pasa con los hombres, y por otra parte se pregunta cada noche si no será que estas ideas de la ‘autonomía’ le han complicado las relaciones amorosas hasta terminar desapareciéndolas.
La postfeminista tiene mascotas a las que ama con locura. No tiene empacho en comer sola en un restaurante, o en ir sola al cine. Está totalmente en desacuerdo con la violencia de todo tipo; por eso no deja de ir a su sesión semanal de psiconálisis (porque la violencia emocional es invisible pero peligrosa).

La postfeminista trabaja haciendo publicidad para una oficina de gobierno. Entra todos los días a las 9 de la mañana y sale todos los días a las 8 de la noche. Si tiene suerte, claro, porque de vez en cuando le toca quedarse a trabajar hasta pasadas las 10. El sueldo, sin embargo, no es tan alto como debería; es empleada de confianza así que las horas extra no se pagan extra. Pueden despedirla en cualquier momento, así que la postfeminista se agobia pensando en el futuro. Ella también quiere tener hijos, pero con esta vida que lleva cree que, además de que no le va a alcanzar para mantenerlos, tendría que dejar su trabajo en la administración pública para buscar algo con más flexibilidad de tiempo “tampoco quiero tener un hijo para verlo sólo en las noches”, piensa.

Ella, por supuesto, no se asume como feminista. Es un discurso que le parece anticuado, ridículo. Lo entiende un poco cuando piensa en que las feministas luchan para que todas las mujeres tengan una vida parecida a la suya (que estudien, que trabajen, que gasten su dinero en lo que les dé la gana, que cojan sin culpa y con protección, etc., etc.). Lo que no entiende es qué tiene que ver con ella este discurso. ¿De qué forma se podría relacionar éste con esa  sensación de precariedad que siente la postfeminista? Ella es algo así como ‘graduada natural’ del feminismo, piensa. Aunque los malestares sigan ahí.

Brevísima conclusión

Los puntos en común entre ambas son demasiado evidentes. Ojalá se encuentren en eso que hermana los malestares y que puede hacer que el feminismo vuelva a ser un discurso de subversión y denuncia. Ojalá.