martes, 22 de octubre de 2013

Deudas o gratitudes

A veces me sorprende un poco el malentendimiento tan grande que existe en torno a la actividad de escuchar música. Es triste cómo todo mundo carga casi todo el tiempo los audífonos para todos lados y, al mismo tiempo, cómo eso le hace muy poca justicia a las notas que nos rodean (metáfora de nuestros tiempos: todomundo habla pero muy pocos escuchan).  La música se usa como un sonido agradable que acompaña las fiestas, el metro, la cocina u otras cosas: fondo que realza el disfrute o aminora la incomodidad del momento.

Yo pensaba más o menos así hasta que conocí a S. (de Sotanito), quien fuera mi novio por un periodo muy breve pero muy intenso allá en el lejano 2006. Una vez me invitó a escuchar música en su casa; en el mail de invitación decía ‘ármate un playlist como de diez canciones que quieras que escuchemos juntos’.  Al principio, claro, pensé que se trataba de ‘escuchar música GUIÑO – GUIÑO, ármate un playlist GUIÑO – GUIÑO’ and so. Pero resultó que no, que él había comprado unas cervezas y tenía unas bocinas decentes, así que se trató de escuchar música, tomar cerveza, y hablar muy muy poco (sin guiño – guiño). Creo que es una de las citas que recuerdo con más cariño.

Después quise repetir la experiencia aunque con otros interlocutores: la mayoría de las veces me ha salido muy mal. Les digo que ‘vamos a escuchar música’, pongo algún disco que me guste, y el (o los) invitados empiezan a hablar como si se tratara de eso: que la música sea el fondo y el escenario mientras me cuentan su semana laboral o sus conflictos amorosos. Supongo que debe ser muy enfadoso que alguien te esté diciendo cosas como ‘hey dude, cállate, la idea era escuchar música’, así que he renunciado al plan original para escucharlos, beber más cerveza, etc., etc.

Lo que sí hago es repetir la experiencia yo sola, creo que es una de mis actividades favoritas de viernes en la tarde eso de comprarme unas chelas, ponerme los audífonos y sentarme en el sillón a escuchar un disco completo poniéndole mucha atención. Es algo totalmente distinto al ejercicio de escuchar algo como fondo porque, por supuesto, la idea es concentrarse y pasarlo al centro de la atención y los sentidos. Así se aprende a entender más o menos de qué se trata un disco y, quizás, aunque no se entienda nada, así se aprende que la música es un deleite tan chingón que merece sus espacios propios.

Es algo que le agradezco muchísimo a S. y esto, por supuesto, me lleva a pensar en todas las herencias que mis parejas (duraderas, estables o espontáneas, o de una noche, o de la modalidad de su preferencia) me han legado. Escuchar música, un hábito ahora tan mío, tiene sus orígenes en ese entonces; raro acordarme que, en ese entonces, nunca había escuchado a Tom Waits ni a Leonard Cohen y que fue también S. quien los puso en alguna de esas rondas de música que le gustaba armar. Tom Waits, que ahora casi nunca abandona mi ipod y que creo es una de las voces que más me conmueven y emocionan.

Qué raro sería, pienso, armar el inventario de lo que les debo. A F. (de Fulanito), por ejemplo, le debería mi primer tatuaje.  Él fue mi amor platónico (o algo así) por varios años. En mi deseo exacerbado por ser ‘el tipo de mujer que le interesaría’ empecé a interesarme mucho por los tatuajes y terminé haciéndome uno gigante en la espalda por allá del 2007.  Aunque de cualquier forma nunca fui el tipo de mujer por la que  F. se interesaría, no sólo no me arrepiento de ese dibujo permanente que decora mi espalda baja, sino que los demás tatuajes han corrido absolutamente por mi cuenta y biografía.

Y así muchas otras cosas: el gusto por Borges, el interés por Medio Oriente, la experiencia de haber hecho kayak en una zona que a mí sólo se me antojaba para sentarme a fumar y pensar tonterías. Un montón de experiencias e intereses nuevos a los que el cariño ha abierto las puertas.


Las pienso a veces como huellas: pasados presentes que vivo en el día a día. Luego me gusta más pensarlas como algo mío que ellos provocaron. Y a veces también como esto que somos: ese amasijo de contornos difusos que pone en juego cualquier noción de self made man (o woman). Quizás esa sea la única forma de entender la eternidad. Y quizás así está bien.  

miércoles, 16 de octubre de 2013

Notas sobre una clase de cocina

Mire vea: lo más importante y bonito del mundo es esto: que las personas no son siempre iguales, todavía no fueron terminadas, y siempre van cambiando. Afinan o desafinan. Verdad mayor”
Joao Guimaraes Rosa

Soy una persona que nunca ha tenido interés por la cocina. Quizás se deba a que mi madre es una mujer ‘moderna’ que jamás ha pasado más de dos horas cocinando (en mi casa no existen tradiciones culinarias ni platillos cuidadosamente elaborados, excepto quizás la famosa cochinita pibil, que es algo así como la especialidad de la casa en un hogar norteño con antecedentes muy mayas…); quizás se deba a mi feminismo radical en un momento ligeramente malentendido, que a los 18 años se peleó con todo aquello que oliera a mandatos de una figura de género con la que deseaba romper lo más posible (y así por un tiempo desterré de mi vida maquillaje, cocina, tacones, fotos con el novio en las redes sociales, etc., etc.).  O quizás sea, también, que en estos más de cinco años de vivir sola cocinar me parece una tarea cara, de desperdicio y lujo, comparada con la facilidad de bajar a la fonda más cercana y de paso quitarme la pijama freelancera con la que trabajo todos los días.

Sin embargo crezco, afino, crezco. Así que hace poco que apareció en mi vida la posibilidad de irme de México, dos fueron mis preocupaciones principales: hablar inglés decentemente, y saber preparar algo comestible. Ambas cosas me parecieron indispensables para tener una vida autónoma y relativamente más sencilla en ese supuesto destino que al final terminó siendo otra vez el D.F.

Aunque la idea del extranjero no prosperó, ya había empezado con el proceso de cuestionar prejuicios y miedos y tratar de reinventarme, por lo que pagué un curso de cocina en una escuela gastronómica de la colonia Roma y me dispuse a pasar los siguientes cinco sábados en un aprendizaje intensivo de ‘técnicas básicas’ (desde cómo cortar verduras hasta cómo cocer un pollo).

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El sábado pasado fue mi primera sesión: cómo preparar fondos y salsas. Durante la introducción - que la chef dictó por algo así como treinta minutos - mi curiosidad incorregible estuvo dirigida, más que a cómo se tienen que dorar los huesos del fondo, a quiénes serían mis compañeros de cocina. Me parece un grupo tan extraño: dos señoras, cuatro señores, una chica como de mi edad, y yo. ¿Por qué estarán aquí ellos? ¿qué historias se esconden atrás de ocho adultos que un día deciden invertir tiempo y dinero para que alguien les enseñe a cortar una cebolla en brunoise? ¿qué y dónde hemos comido todos nosotros hasta este momento, quién nos ha alimentado hasta antes de dar ese importante paso en pos de la autonomía que es saber cocer nuestro propio pescado? ¿por qué estamos aquí un sábado de 5 a 9 de la noche?

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Inmediatamente viene a mi cabeza la postura de la “política de la ubicación”. Para un buen grupo de epistemólogas feministas la única manera válida de construir conocimiento es partiendo de la explicitación de la posición propia dentro del universo social. Renunciamos al sujeto cognoscente universal para adoptar un sujeto cognoscente situado que sepa identificar de dónde viene y por qué investiga lo que investiga. Esto no tiene tanto que ver con la cocina, pero sí. Sí, supongo, porque me obliga a rastrear esta historia mía tan diferente y tan privilegiada de una mujer adulta que a sus 28 años paga un curso de cocina profesional; y es necesario reconocerlo porque esto es tan distinto de las historias con las que constantemente me topo en mi trabajo, de mujeres que han aprendido a cocinar como algo natural, que se espera de ellas, las niñas que desde los nueve años han contado con el conocimiento práctico de hacer tortillas de maíz y con la imposición de calentarlas para el resto de la familia. Y esto por supuesto que nos signa, y por supuesto que nos divide, y por supuesto que obliga a la reflexión feminista: todas compartimos la cocina (como espacio históricamente feminizado), pero cómo y por qué llegamos o no a ese lugar es algo que me parece interesante en este momento.

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Después de todas esas cosas que pensé durante la introducción de la chef, entramos ahora sí a la cocina, y ahora sí a las instrucciones claras de cortar, cocer, mezclar, batir, agregar, colar, y un largo etcétera de cuatro horas preparando algo. La chef ni siquiera nos preguntó nuestros nombres así que nos trata a todos de ‘usted’ y sin consideraciones ni miramientos da órdenes y sugerencias: lo estás picando mal, fíjate bien cómo agarro yo el cuchillo, hazlo rápido o se te quema, etc., etc. En ese momento me doy cuenta de que soy una inútil total que ni siquiera sabe pelar un jitomate. Mis manos son súper torpes con el cuchillo, soy miedosa del aceite en las cacerolas, actúo con una lentitud sorprendente. Soy una novata. “Estoy aprendiendo”, me digo antes de reaccionar a las bromas maliciosas de la chef (“¿en qué medita tanto mientras corta eso? Se le está quemando lo que tiene en el sartén”). Estoy aprendiendo, estoy aprendiendo. Y creo que por un momento es liberador reconocer eso, que hay tantas cosas que no sabemos, tantas cosas por aprender de a poquito, tantas cosas fuera de nuestra zona de confort en la que mal o bien hemos ganado cierto expertisse.

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Creo que hace mucho tiempo que no me proponía aprender algo fuera de mi formación profesional. Ahora entré con esto de la cocina, y entré también a clases de yoga. En las dos cosas soy la novata que no domina las posiciones más básicas. En las dos cosas no puedo más que quedarme boquiabierta ante el conocimiento de los profesores. Creo que es un gran método para tener los pies en la tierra eso de vivir constantemente que todos somos ignorantes, aunque no todos ignoremos las mismas cosas. Creo también que es un gran método para ser una persona feliz, más completa en la conciencia de nuestra infinita incompletud.

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Ser adulta y aprender algo de forma conciente y calculada es para mí una gran novedad; creo que estoy muy acostumbrada a tener prisa, a aprender a chingadazos, e incluso a no aprender demasiado. Quizás esto tenga que ver con el mundo en que vivimos, en el que todo sucede al instante. Como dice Szymborska:

Mal preparada para el honor de vivir,
apenas si aguanto el ritmo de la acción impuesto.
Improviso, aunque aborrezco la improvisación.
Tropiezo a cada paso con el desconocimiento de las cosas.
Mi forma de ser huele a provincial.
Mis instintos son los de un aficionado.
El miedo escénico, como justificación, me humilla
mucho más.
Siento como crueles las circunstancias atenuantes.
Imposible retirar palabras y reflejos,
las estrellas no contadas,
el carácter, abrigo abotonado sobre la marcha;
he aquí los lamentables resultados de estas prisas

¿Qué tal si pudiéramos trabajar en que el carácter no fuera un abrigo abotonado sobre la marcha? ¿qué tal si estos actores que somos pudieran realizar acciones autoreferidas para mejorar el performance? ¿qué tal si - después de todo y como han sugerido tantas filosofías disímiles – es nuestra responsabilidad trabajar sobre la humanidad que nos ha sido concedida? Podría ser. Ahora sólo falta que me ponga cósmica y ya la hicimos.




viernes, 11 de octubre de 2013

El destino deslavable (una reseña que no es reseña sobre un libro de una autora que nadie conoce en México, yeah!)

Probablemente ya he explicado que conocí la escritura de Angélica Gorodischer gracias a una gozosa coincidencia que tiene que ver con la Coyoacana, tuíter, y los meses de escritura de tesis. Desde entonces he lamentado muchísimo que sus libros no se vendan en México, pobres de nosotros – pienso – tan atiborrados de las novedades de Ángeles Mastretta y Elena Poniatowska, y tan ajenos e ignorantes de una de las pocas mujeres latinoamericanas que escribe ciencia ficción.

Todo parece indicar entonces que los afectos y los amigos serán elementos que estarán vinculados siempre a este gusto mío de leer a la Gorodischer: el primer libro de ella que tuve en mis manos fue un préstamo del querido R., mientras que este año me llegó en una travesía La Plata – Köln – D.F. un cargamento de dos novelitas de la querida autora argentina.

Las señoras de la calle Brenner fue mi lectura de fin de semana (supongo que hay pocos placeres comparables con la idea ficticia de ‘no tengo nada qué hacer’, con la soledad creada y defendida de instalarse frente a un libro toda la tarde, con el personalísimo placer de construir formas de amistarse con una misma). La estructura es sencilla: hay tres voces intercaladas que funcionan como algo totalmente paralelo en la primera mitad: por una parte una historia que tiene que ver con una destrucción total de una ciudad y dos mujeres sobrevivientes que se encuentran después del desastre (madre e hija de ahí en delante); la segunda voz es en primera persona: una chica restauradora de arte cuenta y describe su amor por la belleza; la tercera voz son notas impersonales sobre la obra del pintor Félix Ziem.

Al principio es un poco desconcertante esta especie de tres historias inconexas, aunque (quizás demasiado predeciblemente) más o menos a la mitad es un poco obvia la forma en que van a conectarse. Esto, sin embargo, no le resta interés pues entonces se intuye claramente que los tres hilos conductores más bien son flechas que apuntan a la escena final. Y en esto se encuentra la paradoja disfrutable del tema que Gorodischer plantea en esta novela: por una parte la imposibilidad de un destino fijo e inamovible, por otra parte la escena final hacia la que todo - parecía -apuntar. Así lo afirma uno de los personajes: “Lo que realmente importa es que hay, como quizás lo haya en todas las vidas de todas las gentes que pueblan este mundo, un episodio, una crisis, un punto culminante que permite, si una tiene el coraje de enfrentarlo, dar un sentido claro y preciso a toda la vida pasada”. Sin embargo, ese mismo personaje había declarado antes que “el destino no se decide de un plumazo: se decide hoy y se vuelve a decidir mañana y el mes que viene y cuando una hace el amor por vez primera y en la hora de la muerte y siempre”.


Esta tensión tan básica, tan humana, esta permanente duda de si estamos predestinados para algo, si habrá una escena que sea el clímax de todas las que la precedieron, o de si, por el contrario, esto se trata sólo de sonido y furia cuyo significado es nada, es el nada menor tema al que Gorodischer le entra con la simpleza de las fábulas y las grandes verdades. Es gracioso que la conclusión del libro yo la encuentre (ni más ni menos) en las palabras de Patti Smith: “life is an adventure of our  own design intersected by fate and a series of lucky and unlucky accidents”.

Hay quien dice también que las buenas historias se empiezan a contar por el final, porque de otra forma se ven como decisiones lógicas lo que en realidad fue producto del omnipotente azar. En Las señoras de la calle Brenner disfruté esta problematización del tiempo y con ello de eso que llamamos destino; la Gorodischer, tan simple y tan complicada, no podía hablar de esto con una historia lineal, sino que tenía que enredarlo todo con pasadosfuturospresentes, con la vertiginosa posibilidad de incansable transformación, y con la apacible esperanza de que quizás, al final, la certeza se concrete en algo tan real y tan cotidiano como un llanto despertándonos en la madrugada, un cuerpo respirando a nuestro lado, un boleto de avión, un cuadro colgado en la pared.


lunes, 7 de octubre de 2013

¿Para qué nos sirve leer? (la pregunta del millón)

Algunas notas sobre la lectura en México (o algo así) 


La semana antepasada fui a cumplir con mis compromisos laborales (vaya!) que consistieron en ir a una presentación de los resultados de la encuesta nacional de lectura en México durante el 2012. Los datos son absolutamente deprimentes (no en balde el título de la conferencia fue “De la penumbra a la oscuridad…”).

Los mexicanos identifican la lectura con una actividad meramente escolar, por lo que a partir de cierto rango de edad (es decir, cuando se termina la universidad) disminuye drásticamente el tiempo que pasan frente a los libros. Habría que señalar aquí otro de los fallos de nuestro lamentable sistema educativo: no se están formando lectores autónomos. Docentes que no dejamos sembradas dudas o curiosidades en nuestros estudiantes, que los acostumbramos a leer para pasar el examen pero no a considerar esa actividad como una práctica cotidiana. Desesperanzador.

Otro dato que anoté: sólo el 46.2% de los encuestados respondieron estar leyendo algún libro. Para más de la mitad de los mexicanos leer es una actividad exótica y ajena. No sorprende entonces que el 34% haya respondido, de plano, que “no me gusta leer”.

Más reflejos de la penumbra: sólo en el 15% de los hogares mexicanos hay más de 30 libros que no sean libros de texto. En el 56% hay hasta 10. Es decir, en más de la mitad de las casas mexicanas hay menos libros de los que yo me compro en cualquier FIL. Lo triste de eso es, otra vez, esta idea de los libros y de la lectura como algo no familiar, una cosa ajena, que se sale de la norma.

Ya sé que aquí podríamos hablar también de lo caros que se han puesto los libros últimamente, pero bueno, vaya, yo creo que no es esa la razón de esta ausencia de libreros y bibliotecas (aunque sea con traducciones humildes de la editorial Tomo)  dentro de nuestros espacios íntimos.

El proyecto en el que estoy participando y por el que tuve que ir a esa conferencia es sobre promoción de la lectura en estudiantes de EMS. Los lineamientos que nos han dado desde la parte institucional reflejan una visión de la lectura que tampoco me encanta: una cosa meramente instrumental. Los estudiantes tienen que leer para que sean buenos profesionistas, o para que sean más competitivos, o para que sean más emprendedores, o para que se droguen menos, o para que no entren a las pandillas (¿eh?).

Mi grupo de trabajo son docentes de EMS. Al principio siempre hay una sesión en la que platicamos con ellos sobre la lectura y bla, bla, bla, para tratar de comprometerlos con el proyecto. Los profes expresan opiniones sobre la lectura que tampoco me encantan: la lectura nos hace felices, nos hace ser mejores personas, una persona culta es una persona feliz y realizada, etc., etc. Es decir, una visión totalmente romántica e idealizada de los libros.

Honestamente, yo no creo que leer nos haga mejores personas, ni más felices, ni más empáticas, ni mejores ciudadanos. No sé bien qué respondería si alguien me preguntara que ¿para qué te ha servido leer en la vida? A lo mejor el chiste está, otra vez, en las respuestas en negativo. No hay que decirle a la gente que ‘tienes que leer para ______’, sino más bien sugerirles que si no leen hay una serie de emociones – ideas – pensamientos que van a quedar fuera de su mundo. Es decir, no plantear para qué sí nos sirve leer, sino qué cosas y posibilidades estamos eliminando si no leemos.

Funcionamos con base en ideas, somos sujetos semióticos que todo el tiempo estamos interpretando la realidad. No estoy diciendo que alguien que no lea no pueda hacer esto, repito, todos funcionamos de esa forma. Así que entonces habría que preguntarnos de dónde tomamos esas ideas (que a la vez interpretamos y resignificamos). De las conversaciones, de la televisión, de lo que nos dice el sacerdote o el astrólogo. Y de los libros, claro. Mi punto es ése, nomás, que no quiere decir que interpretaremos ‘mejor’ la realidad, o que tendremos más ideas, o que éstas serán más lindas; únicamente que, si no se lee, nos cerramos una fuente de sentidos posibles.

Otra vez una frase de Birulés:

“De nuevo podemos recurrir a las palabras de Arendt cuando escribe que ‘esperar que la verdad surja del pensamiento supone confundir la necesidad de pensar con el ansia de conocer’. Pensar es, pues, distinto del conocer y del obrar. El pensamiento, a diferencia del conocimiento, no nos ofrece certezas supuestamente definitivas ni verdades universales, sino, en todo caso, significado, sentido”.

Para eso nos sirve leer, creo, para producir sentido y eso es ya mucho decir en este país.