lunes, 23 de septiembre de 2013

Posibles formas de la igualdad

con dedicatoria

Creo poder identificar con relativa facilidad quién de mis amigos es el que me admira más. El sentimiento es mutuo; durante nuestros estudios compartidos hubo muy pocos ensayos finales que entregáramos sin que el otro los hubiera leído y comentado antes. Después llegó un momento en el que casi cualquier tema de política teníamos que discutirlo para saber bien a bien qué pensábamos al respecto. Por supuesto, no siempre estábamos de acuerdo en nuestras posturas, pero hablarlo con el otro era un paso necesario para aclarar nuestras propias ideas individuales.

Hace no tanto tiempo estaba tomándome un café con él y discutiendo sobre las elecciones en Ecuador. En medio de mi speech sobre algo, él tuvo algo así como un momento de iluminación y me interrumpió para decirme que “me acabo de dar cuenta de que si hubiéramos nacido hace 100 años yo podría seguir siendo el militante que soy, y tú, a tus 28, estarías cuidando a tus por lo menos seis hijos. Eso hubiera sido muy cabrón para los dos”. Hizo un gesto raro (como de sorpresa y ternura al mismo tiempo) y se levantó a pedir más café.

A mí, por alguna razón, me pareció algo así como un halago y una forma rápida de convencer a mis amigos varones de por qué nos importa tanto el tema de la igualdad de género: ¿te gusta platicar conmigo de política? Bueno, hace 100 años no hubiéramos podido hacerlo. Lo mismo con literatura, cine, música: ¿te gusta que vayamos juntos a los conciertos de lo que sea? A mi también, pero hace 100 años no hubiéramos podido.

Evidentemente, este impedimento para la amistad hubiera provenido de por lo menos dos factores: el primero sería que yo, en efecto, no tendría muchos temas de conversación con ellos si suponemos que cada cual hubiera seguido el destino de la época. ¿De qué podríamos hablar con interés si yo me dedicaría a algo considerado tan trivial como el espacio doméstico? La otra cosa es que una serie de limitaciones se alzarían no sólo ante el interés de cultivar una amistad entre personas de diferente sexo, sino ante la realización práctica de esto.

Esto me lleva a que en las últimas décadas ha habido un avance considerable para salvar el primer obstáculo: ahora compartimos más espacios, tenemos en común muchos más temas de conversación, de intereses, de pasiones. En ocasiones compartimos aulas o espacios laborales, lo que quizás ha propiciado (o permitido) que florezca entre nosotros la admiración, el respeto por las opiniones de un igual. No me refiero únicamente a que nosotras hayamos entrado en temas antes considerados masculinos (la política, la ciencia) porque creo que el proceso ha sido de los dos lados (y ahora es común y agradable platicar con ellos de sus experiencias de paternidad, por ejemplo).

En cuanto al segundo obstáculo creo que, aunque hemos avanzado, todavía nos falta ser concientes de los alcances de esto y decidir hasta dónde queremos darle entrada. Me refiero a que entre nosotros, adultos jóvenes, la figura del amigo – amiga quizás sea todavía algo nuevo ante lo que no tenemos muy claro cómo reaccionar. Yo me considero muy afortunada por tener amigos que viven en parejas establecidas (con o sin hijos, con o sin mascotas) y que, de tanto en tanto, hacen espacio en sus agendas para comer – desayunar – ir por un café conmigo con o sin sus parejas.

Pienso en las generaciones que nos precedieron (mis padres, mis abuelos) y no encuentro demasiados ejemplos de este tipo de relación. Mis padres habrán tenido, cuando mucho, un par de amigos (parejas) con los que convivir. Mi mamá es una asidua clienta de los cafés, pero siempre va acompañada de amigas, mujeres.

Y, evidentemente, en mi propia generación he encontrado los típicos prejuicios ante estas formas de interacción. ¿Por qué mi novio necesitaría salir a solas con otra mujer cuando me tiene a mí para intercambiar opiniones, reflexiones y conocer cafés? ¿no es eso acaso un síntoma de mi incapacidad para satisfacer sus necesidades? ¿no será que si quiere salir con ella es porque tiene un interés inapropiado?

Pienso que la respuesta es que, en efecto, sería bueno que todos reconociéramos nuestra incompletud y nuestra incapacidad para satisfacer de forma total al otro. Al mismo tiempo, creo que la posibilidad abierta por el contexto histórico de conservar una amistad hombre – mujer a través de los años y de las variaciones en los contextos personales debería ser vista más  como una conquista que como un recordatorio de nuestras inseguridades. Probablemente estamos ante una nueva figura histórica (la amiga) que podría cambiar, definitivamente para bien, el mundo en que habitamos.


martes, 17 de septiembre de 2013

Del griego “comprensión simultánea”

Hace tres años viví un año completo en una habitación de coyoacán. En esos arreglos de vivienda extrañísimos de esta ciudad, tres familias diferentes compartíamos un departamento no tan grande. Yo vivía en la habitación con baño, en la habitación de al lado vivía una pareja de franceses, y en lo que sería la sala – comedor vivía una señora bastante transtornada que juraba ser artista y que tenía desplantes emocionales algo alarmantes.

En mi habitación había una ventana muy grande que daba a una especie de cubo que separaba los departamentos pares de los impares. Las ventanas de todos los departamentos comunicaban con el mismo espacio gris, lleno de ruido de lavadoras y de olores a suavitel. Y, en esas formas de interacción no buscadas (que esta ciudad es experta en propiciar), los sonidos también circulaban libremente entre nuestros espacios cotidianos.

En el departamento de abajo vivía una pareja de alrededor de 60 años, los dos del D.F. Él era músico, ella profesora. Eran grandes amigos: todos los días se levantaban a tomar el desayuno juntos y tenían las pláticas más ordinarias y más sabrosas del mundo. Se reían mucho. Él cantaba y lavaba los trastes casi a diario. Hablaban de política, de su hijo, del clima, de los planes del fin de semana. Luego ella se iba, él se quedaba un rato y después salía también. Regresaban ambos hasta en la noche.

Suena muy freak que yo estuviera al tanto de sus rutinas. Quizás debo decir en mi defensa que no lo busqué: las ventanas abiertas de nuestros departamentos eran la entrada perfecta a las vidas de los otros.

En este país hay algunas instituciones educativas que piensan que es positivo (o por lo menos buen indicador de la calidad) que los alumnos sufran el proceso de escritura de tesis. Así que durante ese año en coyoacán estuve padeciendo dichos estándares: leía todo el día, trataba de escribir también todo el día, me angustiaba mucho, me desvelaba mucho, comía mal, empecé a fumar. Pasaba demasiado tiempo sola.

Y en esos doce meses, mi única rutina estable fue desayunar escuchando la conversación del departamento 3. Además de que me recordaban a mis papás, escuchándolos sentía que el mundo seguía ahí, firme, dando vueltas: debajo de mi departamento vivía una pareja de compañeros que comentaban las noticias, se reían y se despedían con un beso todos los días. La vida era más que estarme jugando un título de maestría por una discusión tan irreal como si las mujeres existen o no. Esa vida mía, en ese momento tan brumosa, no era más que un paréntesis.

Es extraño decir que los recuerdo con mucho afecto. Fue extraño también que el día de mi mudanza pasé a despedirme de ellos. Dentro de mi habitación había una maceta de talavera con una plantita que cuidé mucho; no la subí al camión porque pensaba llevarla en mis brazos hasta el nuevo lugar. Pero cuando pasé por el departamento tres, impulsiva como soy, toqué la puerta. Me abrió ella, me aguanté la pena mayúscula de estar frente a alguien que jamás me había visto aunque yo supiera tantas cosas sobre su vida. Le dije que ‘soy la vecina del 5 pero me estoy cambiando de casa, le quería regalar esta planta’. Ella me vio con extrañeza, luego sonrío, me dio las gracias, me dijo que le gustaban mucho las plantas y que la iba a cuidar mucho; me invitó un café. Yo le dije que no podía así que sólo me despedí con un abrazo muy largo y muy sincero.

Es una de mis tantas historias freaks, pero a Emilia le divirtió muchísimo cuando se la conté en las vacaciones pasadas. Recordar a esa pareja me hizo pensar en las formas de convivencia que las ciudades permiten o prohíben, y en la forma en que nuestra humanidad reacciona ante esas otras vidas que nos rodean. Gilligan llega al extremo de afirmar que los seres humanos no ‘vivimos’ en relación, sino que ‘somos’ relación. Sólo somos a través de los otros, ningún círculo cerrado sino miles de interconexiones que forman algo así como una figura difusa llamada identidad. A mí ellos, sin saberlo, me hicieron mucho bien en ese tiempo. Como ahora, sin saberlo, hay quienes con sus abiertas ventanas virtuales me hacen mucho mal.

La metáfora de la ventana es perfecta; lo que comunicamos a través de ellas de ida y vuelta. Los que vemos y los que somos vistos. Nuestra pequeña e infinita humanidad. Sinécdoque.