La feminista
Ella tiene una maestría en
estudios de género; su tesis fue sobre la performatividad del género y la risa
subversiva. Ahora, egresada, se enfrenta al desempleo. ¿Quién puede interesarse
en alguien con una sólida formación teórica y metodológica en estudios de
género?, se pregunta. Acude entonces con su C.V. a dos lugares que considera
estratégicos: el instituto estatal de las mujeres, y las numerosas
organizaciones no gubernamentales (ONG) que trabajan con/sobre/para las
mujeres.
Tiene suerte (además de una
sólida formación teórica y metodológica), así que la contratan para un par de
proyectos. Trabaja por honorarios: no hay prestaciones, seguridad social,
aguinaldos ni quincenas. Pero trabaja, y reflexionar, investigar y escribir
sobre la ‘incidencia feminista en las políticas públicas’ la hace sentir que de
alguna forma está trabajando para la causa.
No le ha contado a nadie,
claro, que no le queda muy clara cuál es LA CAUSA. ¿Será acaso que el Estado
diseñe políticas públicas con perspectiva de género? Eso piensa luego de que en
todas las reuniones a las que ha ido en el último mes sus colegas hablen todo
el tiempo del Estado: parece que éste es nuestro enemigo principal, asume. El
Estado, claro, que no quiere diseñar políticas públicas de cuidado, que tampoco
quiere diseñar políticas públicas que transformen los roles de género, el
Estado que tampoco atiende la salud de
las mujeres indígenas. El Estado, el Estado, el Estado. Así que ahora la
solución (dicen sus colegas) es la incidencia: obliguemos a que el Estado
cumpla.
Esto, por supuesto, no tiene
nada que ver con la teoría que la feminista conoce y de la que hizo su tesis.
Un montón de conceptos interesantísimos (deconstrucción, gubernamentalidad,
performatividad, tecnologías del género, construcción discursiva, genealogía,
etc., etc.). Ahora, claro, que tiene que trabajar en términos de incidencia y
política pública, se ha convencido de que la teoría interesante es para leerse
en los ratos libres. Ahora, claro, no habla de deconstrucción sino de
desigualdad.
Al mismo tiempo, la
feminista tiene treinta años y quiere tener un hijo (o varios). Como mujer
autónoma y emancipada, se convence de que puede prescindir de un compañero para
ello. Lo que la detiene, entonces, es que no tiene prestaciones sociales ¿y quién
carajos la va a ayudar a cuidar a su bebé? La feminista concluye que tiene que
trabajar más y ahorrar más si quiere darse el lujo de ser mamá.
En la reunión de trabajo del
día, alguien dice que ‘hay que exigir que las trabajadoras domésticas tengan
los mismos derechos laborales que el resto de la población’. La feminista se
ríe porque piensa que es un chiste. La colega le dice muy seria que no es un
chiste. La feminista se ríe otra vez y contesta ‘en México todos los
trabajadores tenemos igualdad de derechos laborales: cero’. Igualdad en la
precariedad.
La colega, que es profesora
del posgrado en estudios de género, insiste con la igualdad de derechos. La
colega – profesora es una feminista de más de sesenta años. Habla desde la
academia, desde los logros del feminismo de su época, de su jubilación, de sus
tres gatos, de su empleada doméstica, de lo cansada que está por tener que
entregar una investigación la próxima semana.
La feminista joven, aunque
comparte algunas de las demandas con la feminista – no – tan – joven, se da
cuenta de que ésta está a años luz de su realidad. La joven feminista se siente
agobiada porque después de la reunión de trabajo tiene que llegar a su casa a
hacer transcripciones para pagar la renta. La joven feminista se siente sola
porque se da cuenta de que las ‘hermanas mayores’ no están comprometidas con LA
CAUSA ya no digamos de ‘todas las mujeres’ sino de ellas, las feministas
jóvenes que no encuentran trabajos formales, que estudian un lenguaje
complicado en la academia y luego tienen que aprender (sí o sí) a hablar en
términos de planeación – diseño -
instrumentación y evaluación.
La feminista joven se
angustia pensando en el futuro. Habla con el resto de sus compañeras feministas
en el café, y después cada quién vuelve a la soledad de sus hogares porque el
trabajo ahora ya tampoco se hace en oficinas.
La postfeminista
La postfeminista tiene
treinta años, una licenciatura y una maestría en comunicación audiovisual. Ella
estudió lo que quiso, algo por lo que siempre sintió curiosidad. Vive en un
departamento que comparte con una conocida porque no le alcanza para pagar la
renta ella sola.
Además de ser una apasionada
de su trabajo, insiste en que fue educada para ser ‘independiente’, o al menos
eso es lo que su mamá siempre le dijo. Así que se siente contenta pensando que
ella pone las propias reglas de su vida.
Por ejemplo en el tema
sexual: nada de tabúes ni de doble moral por aquí. Ella es conciente de que
tiene un cuerpo, y de que el placer es parte indispensable de la vida. Así que
no siente el menor dejo de culpa (vergüenza, pudor, ni ningún otro término
arcaico) cuando les cuenta a sus amigas del acostón del fin de semana, ‘lástima
que no cogía tan rico como se esperaba’, se lamenta.
La postfeminista anhela
enamorarse: encontrar un hombre que quiera compartir con ella la vida, tener
hijos, echar raíces. Pero esto no sucede porque por una parte no entiende qué
pasa con los hombres, y por otra parte se pregunta cada noche si no será que
estas ideas de la ‘autonomía’ le han complicado las relaciones amorosas hasta
terminar desapareciéndolas.
La postfeminista tiene
mascotas a las que ama con locura. No tiene empacho en comer sola en un
restaurante, o en ir sola al cine. Está totalmente en desacuerdo con la
violencia de todo tipo; por eso no deja de ir a su sesión semanal de
psiconálisis (porque la violencia emocional es invisible pero peligrosa).
La postfeminista trabaja
haciendo publicidad para una oficina de gobierno. Entra todos los días a las 9
de la mañana y sale todos los días a las 8 de la noche. Si tiene suerte, claro,
porque de vez en cuando le toca quedarse a trabajar hasta pasadas las 10. El
sueldo, sin embargo, no es tan alto como debería; es empleada de confianza así
que las horas extra no se pagan extra. Pueden despedirla en cualquier momento,
así que la postfeminista se agobia pensando en el futuro. Ella también quiere
tener hijos, pero con esta vida que lleva cree que, además de que no le va a
alcanzar para mantenerlos, tendría que dejar su trabajo en la administración
pública para buscar algo con más flexibilidad de tiempo “tampoco quiero tener
un hijo para verlo sólo en las noches”, piensa.
Ella, por supuesto, no se
asume como feminista. Es un discurso que le parece anticuado, ridículo. Lo
entiende un poco cuando piensa en que las feministas luchan para que todas las
mujeres tengan una vida parecida a la suya (que estudien, que trabajen, que
gasten su dinero en lo que les dé la gana, que cojan sin culpa y con
protección, etc., etc.). Lo que no entiende es qué tiene que ver con ella este
discurso. ¿De qué forma se podría relacionar éste con esa sensación de precariedad que siente la
postfeminista? Ella es algo así como ‘graduada natural’ del feminismo, piensa.
Aunque los malestares sigan ahí.
Brevísima conclusión
Los puntos en común entre
ambas son demasiado evidentes. Ojalá se encuentren en eso que hermana los
malestares y que puede hacer que el feminismo vuelva a ser un discurso de
subversión y denuncia. Ojalá.
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