lunes, 24 de abril de 2017

24 en Saltillo

24A
El horror que se escribe en este país sobre los cuerpos de las mujeres no es nuevo: empezó hace un par de décadas con las muertas de Juárez y, desde entonces, no ha hecho sino cambiar de sedes, formas y discursos. Sin embargo la constante pues, es eso, una constante: mujeres violadas, asesinadas, desaparecidas, desmembradas, cercenadas, perdidas. Cuerpos desechables, notas rojas, interminables discusiones políticas. La consecuencia de todo, parecía hasta hace pocas semanas, era la naturalización de esa violencia: aceptar como destino inevitable que México es una patria que siempre trae un ojo morado.
La pregunta, entonces, es por qué tardamos tanto en movilizarnos en torno a este tema. Quizás no es La pregunta, pero al menos es una cosa que no he dejado de pensar desde que salió la convocatoria para la marcha del 24 de abril, y mis amigas feministas en Facebook y en todos lados alzaron la voz para celebrarlo: ¡ya era hora! Claro, ya era hora, ya hasta se nos estaba haciendo tarde, pero ¿por qué tardamos tantísimo? Yo he salido a marchar por el desafuero del peje, porque nos robaron la presidencia, por el movimiento 132, para pedir la democratización de los medios de comunicación en México y, obviamente, por los 43 estudiantes desaparecidos en el 2014.  En todas esas coyunturas marché en contingentes feministas. Ahí estuvimos, vestidas de violeta y gritando consignas no sexistas. Acompañamos, lloramos, exigimos. Y luego, irónicamente, parece que repetimos el estereotipo de las madres abnegadas que abrazan todas las causas, menos la de no ser la única que limpie la mierda que el resto de la familia deja en el baño. Nos hemos indignado con las miles de razones para la rabia que en este país caen como maná: diaria, gratuita e imperceptiblemente, pero no habíamos sido capaces de poner nuestras vidas y a nuestras muertas en el lugar protagónico de la política.
Y entonces, más tarde que temprano, surgió la convocatoria: hagamos la primavera violeta, salgamos a marchar contra las violencias machistas- así, en plural, como buenas hijas de los tiempos - mirémonos a los ojos y recordemos que no estamos solas, que esta lucha se pelea en colectivo, o las posibilidades de ganarla de plano desaparecen.
A mí el 24A me agarró en Saltillo, ni modo. Con el miedo de que no hubiera quórum suficiente, llegué al solazo norteño de las 5:00 pm en la Alameda, lista para al menos tomarle el pulso a esta ciudad que no termino de reconocer. Sorprendentemente, estaban poco más de 70 personas, en su mayoría mujeres, esperando que saliera el contingente. Todas ellas venían a la marcha con la actitud de ir a presentar una tabla gimnástica en la secundaria. No lo digo de forma peyorativa, lo digo porque se notaba un chingo de trabajo previo al aparecerse en la alameda a las 5:00pm: un grupo venía uniformado con camisetas negras y paliacates morados, todos del mismo tono;  otro grupo venía de color morado/violeta, todas cargando carteles con las mismas consignas y tipografía; había un par de niñas con muñecas con listoncitos violetas y consignas en miniatura, una señora repartía pulseras del mismo color. Yo llegué con el habitus chilango de estar 20 minutos después de lo citado y, 15 minutos antes de lo citado (o sea 35 antes de mi hora calculada), las amigas con las que iba a marchar ya me estaban llamando al celular para preguntarme que dónde estaba. Ésa era la atmósfera de los 15 minutos antes: 70 mujeres (y unos cuantos hombres), todas preparadas para marchar: tenis, botellas con agua, cantimploras, cachuchas, lentes de sol, pancartas traídas de casa, o sea, no hechas ahí al trancazo con un lápiz labial, uniformes.
En este extremo tono de organización, orden y cordialidad, protección civil apareció a tiempo, y educadamente le dijo a la organizadora que tenían órdenes de no dejar que cerraran la calle de victoria, por el tráfico. La organizadora dijo que entonces marcharíamos por Aldama. La agente de protección civil dijo que OK, que siguieran a la patrulla. La organizadora dijo que muchas gracias. La de protección civil se fue manejando la patrulla, acompañando las consignas con el claxon de tanto en tanto.
Finalmente salió el contingente, con el Colectivo Revolución Púrpura a la cabeza. Otra vez el orden presente: repartieron hojitas con las consignas impresas, y las íbamos gritando por orden numérico: primero la primera, después la segunda, y así sucesivamente. Las consignas eran las mismas de siempre: no me da la gana ser asesinada por quien dice que me ama; señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente; lucha, lucha, lucha, no dejes de luchar, por una patria justa, feminista y popular. Y tiemblen, y tiemblen, y tiemblen los machistas, que América Latina será toda feminista.
No había ni un megáfono, ni un tambor, ni sonido, ni nada. Sólo las voces de quienes marchaban y se animaban a gritar consignas. No todo mundo gritaba, otras asistentes sólo se reían y alzaban sus cartelones para protegerse del solazo norteño y también, quién sabe, de las miradas de los transeúntes.
El grupo de adelante iba caminando demasiado rápido, así que la marcha duró más bien poquito: el tráfico no se interrumpió por más de 30 minutos. En la calle de Aldama la gente se paraba y salía de las boutiques y zapaterías como si se tratara de un desfile; se detenían en las banquetas, nos veían, sonreían burlonamente (algunos), solidariamente (muy pocos), sin expresión reconocible (la mayoría). Y bueno, tampoco había tantísima gente en las calles: eran las 5:30 y quizás ya mencioné muchas veces el factor solazo norteño.
Una periodista nos tomó fotos, mi amiga V. se rió y dijo ‘ahora sí mi mamá no se va a acabar la carrilla’, el resto del grupo soltó una carcajada. “A ver qué me dice mi novio cuando me vea en el periódico”, dijo otra también entre risas.
Llegamos a la plaza de la Nueva Tlaxcala, tampoco nos dieron permiso de ir a la de armas. Nadie sabía qué hacer: el contingente sonreía, alzaba otra vez las pancartas, ¡había durado tan poco! ¿y ahora qué hacemos?, me preguntó el tipo de al lado. No sé, le dije, esperemos a que las organizadoras den instrucciones. Pero ellas no daban instrucciones, y no tenían sonido, ni megáfono, ni pódium, ni nada. A alguien se le ocurrió que hiciéramos un círculo, lo hicimos. Seguimos gritando consignas otros 10 minutos, en orden. El sol, el calor, los ánimos que iban serenándose. La gente se empezó a dispersar: comprar aguas en el oxxo o sentarse en una sombrita en la acera de enfrente. Finalmente las organizadoras pusieron dos pliegos de papel estraza y marcadores en una pared y en el piso: que si queríamos podíamos pasar a escribir historias de MiPrimerAcoso, tema que había estado en las redes sociales de México desde el día anterior. Que no nos fúeramos, pronto llegaría el sonido y un espectáculo de belly dance.
El contingente feminista empezó a hacerse más difuso, familias se acercaban cuando finalmente llegó el sonido y puso una canción de rap, marchistas empezaron a irse, todo fue cambiando de colores. Ya no predominaba el violeta. Una vez terminado el espectáculo, cuando finalmente se leyó el comunicado, la mayoría de la gente ya no entendía muy bien qué tenía que ver una cosa con la otra.
Nosotros nos fuimos asoleados a buscar algo de tomar, sólo para llegar a un establecimiento después de las 8:00 pm, y que nos dijeran que ya se había terminado la venta de alcohol. Es domingo, y a esta hora ya no nos dejan, disculpen, estamos en Saltillo – nos dijo la irreverente mesera. Ni siquiera pudimos llevar a cabo el sagrado ritual de contarnos la marcha frente a un tarro de cerveza.
Todo fue así: novato, chiquito, esforzado, sin la espontaneidad del hábito, sin la práctica de externar la rabia o la alegría. Gente que iba con mucha expectativa y mucha decisión, y que se fueron contentas con la aventura de haber hecho algo, y de salir en el periódico ‘haciendo desmadre’, aunque el mayor desmadre, creo, fue no haber marchado por la banqueta.
Y, sin embargo, a mí es la marcha que más honestamente me ha hablado de despertares.
Entonces acá tengo que correr la cortina y hacer un flashback al lunes antes de la marcha, en casa de V., en donde nos reunimos tres chicas, V., y yo, a hablar sobre feminismo, decidir si íbamos a marchar juntas, y si nos íbamos a presentar como colectivo. Colectiva, les dije yo, porque ése es el léxico del movimiento feminista.Colectivo, corrigieron ellas, todavía no somos tan radicales.
Ese lunes todas, sin excepción, me dijeron como disculpándose que ‘estaban en pañales’. Una de ellas me dijo: ‘yo sí concuerdo con esto que estamos discutiendo, pero creo que me falta mucho para llegar a decirme feminista’. Las demás dijeron sentirse igual. Luego hablamos de procesos, y de cómo ser feminista es tan fácil como empezar por apropiarse ni más ni menos que del propio cuerpo: que nadie lo toque sin nuestro consentimiento, que nadie lo violente, que nadie lo consuma, que nadie lo juzgue, que nadie lo humille, que nadie le dicte la agenda ni le cuente las calorías.
Yo, feminista, abortista, solterona, sin hijos, que hace 8 años salí corriendo de la conservadora sociedad saltillense para volverme invisible en el D.F., el domingo marché junto a ellas, el naciente colectivo, y al verlas sonriendo para el periódico Vanguardia, y gritando por la calle de Aldama que la alerta feminista camina por Saltillo, no pude sino sentirme llena de admiración. Qué jodidamente valientes estas chicas que un día antes fueron a Suburbia a comprar camisetas del mismo color: violeta.

miércoles, 26 de marzo de 2014

El emperador sigue desnudo

La feminista

Ella tiene una maestría en estudios de género; su tesis fue sobre la performatividad del género y la risa subversiva. Ahora, egresada, se enfrenta al desempleo. ¿Quién puede interesarse en alguien con una sólida formación teórica y metodológica en estudios de género?, se pregunta. Acude entonces con su C.V. a dos lugares que considera estratégicos: el instituto estatal de las mujeres, y las numerosas organizaciones no gubernamentales (ONG) que trabajan con/sobre/para las mujeres.

Tiene suerte (además de una sólida formación teórica y metodológica), así que la contratan para un par de proyectos. Trabaja por honorarios: no hay prestaciones, seguridad social, aguinaldos ni quincenas. Pero trabaja, y reflexionar, investigar y escribir sobre la ‘incidencia feminista en las políticas públicas’ la hace sentir que de alguna forma está trabajando para la causa.

No le ha contado a nadie, claro, que no le queda muy clara cuál es LA CAUSA. ¿Será acaso que el Estado diseñe políticas públicas con perspectiva de género? Eso piensa luego de que en todas las reuniones a las que ha ido en el último mes sus colegas hablen todo el tiempo del Estado: parece que éste es nuestro enemigo principal, asume. El Estado, claro, que no quiere diseñar políticas públicas de cuidado, que tampoco quiere diseñar políticas públicas que transformen los roles de género, el Estado que  tampoco atiende la salud de las mujeres indígenas. El Estado, el Estado, el Estado. Así que ahora la solución (dicen sus colegas)  es la incidencia: obliguemos a que el Estado cumpla.

Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con la teoría que la feminista conoce y de la que hizo su tesis. Un montón de conceptos interesantísimos (deconstrucción, gubernamentalidad, performatividad, tecnologías del género, construcción discursiva, genealogía, etc., etc.). Ahora, claro, que tiene que trabajar en términos de incidencia y política pública, se ha convencido de que la teoría interesante es para leerse en los ratos libres. Ahora, claro, no habla de deconstrucción sino de desigualdad.

Al mismo tiempo, la feminista tiene treinta años y quiere tener un hijo (o varios). Como mujer autónoma y emancipada, se convence de que puede prescindir de un compañero para ello. Lo que la detiene, entonces, es que no tiene prestaciones sociales ¿y quién carajos la va a ayudar a cuidar a su bebé? La feminista concluye que tiene que trabajar más y ahorrar más si quiere darse el lujo de ser mamá.

En la reunión de trabajo del día, alguien dice que ‘hay que exigir que las trabajadoras domésticas tengan los mismos derechos laborales que el resto de la población’. La feminista se ríe porque piensa que es un chiste. La colega le dice muy seria que no es un chiste. La feminista se ríe otra vez y contesta ‘en México todos los trabajadores tenemos igualdad de derechos laborales: cero’. Igualdad en la precariedad.

La colega, que es profesora del posgrado en estudios de género, insiste con la igualdad de derechos. La colega – profesora es una feminista de más de sesenta años. Habla desde la academia, desde los logros del feminismo de su época, de su jubilación, de sus tres gatos, de su empleada doméstica, de lo cansada que está por tener que entregar una investigación la próxima semana.

La feminista joven, aunque comparte algunas de las demandas con la feminista – no – tan – joven, se da cuenta de que ésta está a años luz de su realidad. La joven feminista se siente agobiada porque después de la reunión de trabajo tiene que llegar a su casa a hacer transcripciones para pagar la renta. La joven feminista se siente sola porque se da cuenta de que las ‘hermanas mayores’ no están comprometidas con LA CAUSA ya no digamos de ‘todas las mujeres’ sino de ellas, las feministas jóvenes que no encuentran trabajos formales, que estudian un lenguaje complicado en la academia y luego tienen que aprender (sí o sí) a hablar en términos de planeación – diseño  - instrumentación y evaluación.

La feminista joven se angustia pensando en el futuro. Habla con el resto de sus compañeras feministas en el café, y después cada quién vuelve a la soledad de sus hogares porque el trabajo ahora ya tampoco se hace en oficinas.

La postfeminista

La postfeminista tiene treinta años, una licenciatura y una maestría en comunicación audiovisual. Ella estudió lo que quiso, algo por lo que siempre sintió curiosidad. Vive en un departamento que comparte con una conocida porque no le alcanza para pagar la renta ella sola.

Además de ser una apasionada de su trabajo, insiste en que fue educada para ser ‘independiente’, o al menos eso es lo que su mamá siempre le dijo. Así que se siente contenta pensando que ella pone las propias reglas de su vida.

Por ejemplo en el tema sexual: nada de tabúes ni de doble moral por aquí. Ella es conciente de que tiene un cuerpo, y de que el placer es parte indispensable de la vida. Así que no siente el menor dejo de culpa (vergüenza, pudor, ni ningún otro término arcaico) cuando les cuenta a sus amigas del acostón del fin de semana, ‘lástima que no cogía tan rico como se esperaba’, se lamenta.

La postfeminista anhela enamorarse: encontrar un hombre que quiera compartir con ella la vida, tener hijos, echar raíces. Pero esto no sucede porque por una parte no entiende qué pasa con los hombres, y por otra parte se pregunta cada noche si no será que estas ideas de la ‘autonomía’ le han complicado las relaciones amorosas hasta terminar desapareciéndolas.
La postfeminista tiene mascotas a las que ama con locura. No tiene empacho en comer sola en un restaurante, o en ir sola al cine. Está totalmente en desacuerdo con la violencia de todo tipo; por eso no deja de ir a su sesión semanal de psiconálisis (porque la violencia emocional es invisible pero peligrosa).

La postfeminista trabaja haciendo publicidad para una oficina de gobierno. Entra todos los días a las 9 de la mañana y sale todos los días a las 8 de la noche. Si tiene suerte, claro, porque de vez en cuando le toca quedarse a trabajar hasta pasadas las 10. El sueldo, sin embargo, no es tan alto como debería; es empleada de confianza así que las horas extra no se pagan extra. Pueden despedirla en cualquier momento, así que la postfeminista se agobia pensando en el futuro. Ella también quiere tener hijos, pero con esta vida que lleva cree que, además de que no le va a alcanzar para mantenerlos, tendría que dejar su trabajo en la administración pública para buscar algo con más flexibilidad de tiempo “tampoco quiero tener un hijo para verlo sólo en las noches”, piensa.

Ella, por supuesto, no se asume como feminista. Es un discurso que le parece anticuado, ridículo. Lo entiende un poco cuando piensa en que las feministas luchan para que todas las mujeres tengan una vida parecida a la suya (que estudien, que trabajen, que gasten su dinero en lo que les dé la gana, que cojan sin culpa y con protección, etc., etc.). Lo que no entiende es qué tiene que ver con ella este discurso. ¿De qué forma se podría relacionar éste con esa  sensación de precariedad que siente la postfeminista? Ella es algo así como ‘graduada natural’ del feminismo, piensa. Aunque los malestares sigan ahí.

Brevísima conclusión

Los puntos en común entre ambas son demasiado evidentes. Ojalá se encuentren en eso que hermana los malestares y que puede hacer que el feminismo vuelva a ser un discurso de subversión y denuncia. Ojalá. 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Nada más que un incidente...

La investigación en la que estoy trabajando en este momento implica muchas entrevistas con funcionarios públicos de nivel medio y alto (directores de área y directores generales básicamente). Aunque procuramos ir en parejas a hacer las entrevistas, ayer me tocó ir sola con un señor director de algo. Cuando terminamos se ofreció a darme un 'recorrido' por las instalaciones de la dirección. No supe muy bien cómo decirle que no tenía mucho sentido (puesto que básicamente un recorrido por las instalaciones de la dirección no me aportaría gran cosa para la investigación) así que agradecí y me dispuse a seguirlo mientras calculaba cuánto tiempo me quedaría libre para comer antes de la siguiente cita.

El recorrido fue muy extraño: me presentó a casi todo mundo, me enseñó todas las oficinas y finalmente llegamos a la sala de juntas que, evidentemente, estaba sola, oscura y silenciosa. Mientras el don me decía cosas obvias e inútiles (“y aquí es nuestra sala de juntas donde... hacemos juntas”) se le ocurrió acariciarme – masajearme la espalda. Yo me quedé pasmada, porque estoy segurísima de que fue un intento de hostigamiento y de que estaba esperando mi reacción para ver qué hacer a continuación.

Mi reacción no fue tan contundente como cualquiera se esperaría de una feminista convencida y militante, etc., etc. Sólo lo vi directamente y le dije que 'muchas gracias por todo, tengo que irme porque tengo una cita a la que ya voy un poco tarde, creo que puedo llegar sola a la salida'. El don (ahora presunto acosador) sólo me dijo que 'sí, sí, claro, ya sabe dónde encontrarme, que tenga buen día'.

Es curiosa toda la maraña de ideas que desde entonces he estado pensando. Me imagino, por ejemplo, qué hubiera pasado si mi reacción fuera otra: qué tal si hubiera gritado, lo hubiera insultado, le hubiera llamado a mis jefas, hubiera amenazado con tomar acciones de otra índole. Quizás (muy probablemente) hubiera hecho el ridículo: no tengo absolutamente ninguna prueba de que fue una acción de acoso, nada más allá de toda una vida de conocimientos y experiencias cristalizadas en eso que llamamos 'sentido común' que nos permite leer una situación concreta. Estoy segura (segura, segura) de que el don planeó el recorrido con toda la intención de llegar a la sala de juntas y acariciarme la espalda. Estoy segura (segura, segura) de que esa era la primera acción para ver cómo reaccionaba yo.

Lo difícil de estos casos es cómo explicar esto cuando se quiere ir más allá. Me lo imagino perfectamente revirando mi 'estoy segura de que tenía otras intenciones' con argumentos como 'es que yo así soy de cariñoso con todo el personal, no fue con mala intención, ni que estuviera usted tan guapa, está malinterpretando las cosas', etc., etc.

Qué bueno que yo no tendré que toparme con este tipo nunca jamás en la vida. ¿Pero y qué pasa con las mujeres que deben padecer a un jefe así todos los días? Para empezar, qué jodido que un tipo crea que por ser hombre, estar en una posición de poder, ser mucho mayor que yo, tiene el 'derecho' de buscar un acercamiento de otra índole conmigo. ¿Es de verdad así? ¿es que en serio los hombres ven a una mujer joven sola haciendo su trabajo y no pueden pensar en otra cosa que 'la llevo a la sala de juntas y si hay suerte nos vamos a un hotel'?

¿Estoy exagerando? Estoy exagerando, pensarán muchos. 'Si nomás le acarició la espalda, pinche vieja mamona'.

Esto me recuerda algo que una alumna me contó hace poco. Tenía un jefe que era muy 'cariñoso' con ella hasta que un mal día se atrevió a darle una nalgada. Ella, como buena mujer profesionista independiente con cierta formación en género, decidió denunciar al tipo por hostigamiento sexual. Afortunadamente en su institución había un procedimiento claro para estos casos y terminaron corriendo al hostigador.

Podríamos pensar que se trata de un 'final feliz' si no es porque la alumna terminó renunciando poco después: las actitudes de sus compañeros fueron totalmente hostiles hacia ella a partir del incidente. Me contaba de manera muy atribulada que en un principio varias personas la felicitaron por su decisión de no callarse y buscar justicia. Hasta que, claro, se supo que despidieron al jefe por esta razón y entonces todo mundo cambió de actitud: “oye Menganita, ¿no se te habrá ido la mano por una simple nalgada? ¿no estarás exagerando dejando a un padre de familia sin chamba en estos tiempos tan difíciles? ¿no habrás malinterpretado una bromita de mal gusto? Exageraste'.

Es un tema bien jodido esto del hostigamiento, porque a menudo si la persona hostigada no denuncia es 'una pendeja', pero si denuncia y el responsible es castigado 'es una exagerada, por eso nadie quiere a las feministas'.

Qué jodido entonces que nos dejen casi sin soluciones satisfactorias.

Me imagino, por supuesto, que el nalgueador tampoco imaginó jamás que la situación iría tan lejos, que la nalgada le costaría su chamba de jefe. Y acá está (según yo) parte del verdadero problema y de lo jodido de la situación: que a menudo los varones ni siquiera se dan cuenta de las relaciones de poder que viven y encarnan.


Por eso, supongo, es tan importante que logremos que los hombres se involucren en temas de género: que piensen sobre ellos, los reflexionen, los estudien, los comprendan. Porque es urgente que sean concientes de los vergonzantes privilegios que la sociedad les ha concedido y entonces (ojalá) quizás pueden empezar a renunciar a ellos en aras de un mundo más justo y menos desigual. 

Ya sé que estoy pidiendo demasiado, pero es que el fin de año bla, bla, bla. 

martes, 22 de octubre de 2013

Deudas o gratitudes

A veces me sorprende un poco el malentendimiento tan grande que existe en torno a la actividad de escuchar música. Es triste cómo todo mundo carga casi todo el tiempo los audífonos para todos lados y, al mismo tiempo, cómo eso le hace muy poca justicia a las notas que nos rodean (metáfora de nuestros tiempos: todomundo habla pero muy pocos escuchan).  La música se usa como un sonido agradable que acompaña las fiestas, el metro, la cocina u otras cosas: fondo que realza el disfrute o aminora la incomodidad del momento.

Yo pensaba más o menos así hasta que conocí a S. (de Sotanito), quien fuera mi novio por un periodo muy breve pero muy intenso allá en el lejano 2006. Una vez me invitó a escuchar música en su casa; en el mail de invitación decía ‘ármate un playlist como de diez canciones que quieras que escuchemos juntos’.  Al principio, claro, pensé que se trataba de ‘escuchar música GUIÑO – GUIÑO, ármate un playlist GUIÑO – GUIÑO’ and so. Pero resultó que no, que él había comprado unas cervezas y tenía unas bocinas decentes, así que se trató de escuchar música, tomar cerveza, y hablar muy muy poco (sin guiño – guiño). Creo que es una de las citas que recuerdo con más cariño.

Después quise repetir la experiencia aunque con otros interlocutores: la mayoría de las veces me ha salido muy mal. Les digo que ‘vamos a escuchar música’, pongo algún disco que me guste, y el (o los) invitados empiezan a hablar como si se tratara de eso: que la música sea el fondo y el escenario mientras me cuentan su semana laboral o sus conflictos amorosos. Supongo que debe ser muy enfadoso que alguien te esté diciendo cosas como ‘hey dude, cállate, la idea era escuchar música’, así que he renunciado al plan original para escucharlos, beber más cerveza, etc., etc.

Lo que sí hago es repetir la experiencia yo sola, creo que es una de mis actividades favoritas de viernes en la tarde eso de comprarme unas chelas, ponerme los audífonos y sentarme en el sillón a escuchar un disco completo poniéndole mucha atención. Es algo totalmente distinto al ejercicio de escuchar algo como fondo porque, por supuesto, la idea es concentrarse y pasarlo al centro de la atención y los sentidos. Así se aprende a entender más o menos de qué se trata un disco y, quizás, aunque no se entienda nada, así se aprende que la música es un deleite tan chingón que merece sus espacios propios.

Es algo que le agradezco muchísimo a S. y esto, por supuesto, me lleva a pensar en todas las herencias que mis parejas (duraderas, estables o espontáneas, o de una noche, o de la modalidad de su preferencia) me han legado. Escuchar música, un hábito ahora tan mío, tiene sus orígenes en ese entonces; raro acordarme que, en ese entonces, nunca había escuchado a Tom Waits ni a Leonard Cohen y que fue también S. quien los puso en alguna de esas rondas de música que le gustaba armar. Tom Waits, que ahora casi nunca abandona mi ipod y que creo es una de las voces que más me conmueven y emocionan.

Qué raro sería, pienso, armar el inventario de lo que les debo. A F. (de Fulanito), por ejemplo, le debería mi primer tatuaje.  Él fue mi amor platónico (o algo así) por varios años. En mi deseo exacerbado por ser ‘el tipo de mujer que le interesaría’ empecé a interesarme mucho por los tatuajes y terminé haciéndome uno gigante en la espalda por allá del 2007.  Aunque de cualquier forma nunca fui el tipo de mujer por la que  F. se interesaría, no sólo no me arrepiento de ese dibujo permanente que decora mi espalda baja, sino que los demás tatuajes han corrido absolutamente por mi cuenta y biografía.

Y así muchas otras cosas: el gusto por Borges, el interés por Medio Oriente, la experiencia de haber hecho kayak en una zona que a mí sólo se me antojaba para sentarme a fumar y pensar tonterías. Un montón de experiencias e intereses nuevos a los que el cariño ha abierto las puertas.


Las pienso a veces como huellas: pasados presentes que vivo en el día a día. Luego me gusta más pensarlas como algo mío que ellos provocaron. Y a veces también como esto que somos: ese amasijo de contornos difusos que pone en juego cualquier noción de self made man (o woman). Quizás esa sea la única forma de entender la eternidad. Y quizás así está bien.  

miércoles, 16 de octubre de 2013

Notas sobre una clase de cocina

Mire vea: lo más importante y bonito del mundo es esto: que las personas no son siempre iguales, todavía no fueron terminadas, y siempre van cambiando. Afinan o desafinan. Verdad mayor”
Joao Guimaraes Rosa

Soy una persona que nunca ha tenido interés por la cocina. Quizás se deba a que mi madre es una mujer ‘moderna’ que jamás ha pasado más de dos horas cocinando (en mi casa no existen tradiciones culinarias ni platillos cuidadosamente elaborados, excepto quizás la famosa cochinita pibil, que es algo así como la especialidad de la casa en un hogar norteño con antecedentes muy mayas…); quizás se deba a mi feminismo radical en un momento ligeramente malentendido, que a los 18 años se peleó con todo aquello que oliera a mandatos de una figura de género con la que deseaba romper lo más posible (y así por un tiempo desterré de mi vida maquillaje, cocina, tacones, fotos con el novio en las redes sociales, etc., etc.).  O quizás sea, también, que en estos más de cinco años de vivir sola cocinar me parece una tarea cara, de desperdicio y lujo, comparada con la facilidad de bajar a la fonda más cercana y de paso quitarme la pijama freelancera con la que trabajo todos los días.

Sin embargo crezco, afino, crezco. Así que hace poco que apareció en mi vida la posibilidad de irme de México, dos fueron mis preocupaciones principales: hablar inglés decentemente, y saber preparar algo comestible. Ambas cosas me parecieron indispensables para tener una vida autónoma y relativamente más sencilla en ese supuesto destino que al final terminó siendo otra vez el D.F.

Aunque la idea del extranjero no prosperó, ya había empezado con el proceso de cuestionar prejuicios y miedos y tratar de reinventarme, por lo que pagué un curso de cocina en una escuela gastronómica de la colonia Roma y me dispuse a pasar los siguientes cinco sábados en un aprendizaje intensivo de ‘técnicas básicas’ (desde cómo cortar verduras hasta cómo cocer un pollo).

***
El sábado pasado fue mi primera sesión: cómo preparar fondos y salsas. Durante la introducción - que la chef dictó por algo así como treinta minutos - mi curiosidad incorregible estuvo dirigida, más que a cómo se tienen que dorar los huesos del fondo, a quiénes serían mis compañeros de cocina. Me parece un grupo tan extraño: dos señoras, cuatro señores, una chica como de mi edad, y yo. ¿Por qué estarán aquí ellos? ¿qué historias se esconden atrás de ocho adultos que un día deciden invertir tiempo y dinero para que alguien les enseñe a cortar una cebolla en brunoise? ¿qué y dónde hemos comido todos nosotros hasta este momento, quién nos ha alimentado hasta antes de dar ese importante paso en pos de la autonomía que es saber cocer nuestro propio pescado? ¿por qué estamos aquí un sábado de 5 a 9 de la noche?

***
Inmediatamente viene a mi cabeza la postura de la “política de la ubicación”. Para un buen grupo de epistemólogas feministas la única manera válida de construir conocimiento es partiendo de la explicitación de la posición propia dentro del universo social. Renunciamos al sujeto cognoscente universal para adoptar un sujeto cognoscente situado que sepa identificar de dónde viene y por qué investiga lo que investiga. Esto no tiene tanto que ver con la cocina, pero sí. Sí, supongo, porque me obliga a rastrear esta historia mía tan diferente y tan privilegiada de una mujer adulta que a sus 28 años paga un curso de cocina profesional; y es necesario reconocerlo porque esto es tan distinto de las historias con las que constantemente me topo en mi trabajo, de mujeres que han aprendido a cocinar como algo natural, que se espera de ellas, las niñas que desde los nueve años han contado con el conocimiento práctico de hacer tortillas de maíz y con la imposición de calentarlas para el resto de la familia. Y esto por supuesto que nos signa, y por supuesto que nos divide, y por supuesto que obliga a la reflexión feminista: todas compartimos la cocina (como espacio históricamente feminizado), pero cómo y por qué llegamos o no a ese lugar es algo que me parece interesante en este momento.

***
Después de todas esas cosas que pensé durante la introducción de la chef, entramos ahora sí a la cocina, y ahora sí a las instrucciones claras de cortar, cocer, mezclar, batir, agregar, colar, y un largo etcétera de cuatro horas preparando algo. La chef ni siquiera nos preguntó nuestros nombres así que nos trata a todos de ‘usted’ y sin consideraciones ni miramientos da órdenes y sugerencias: lo estás picando mal, fíjate bien cómo agarro yo el cuchillo, hazlo rápido o se te quema, etc., etc. En ese momento me doy cuenta de que soy una inútil total que ni siquiera sabe pelar un jitomate. Mis manos son súper torpes con el cuchillo, soy miedosa del aceite en las cacerolas, actúo con una lentitud sorprendente. Soy una novata. “Estoy aprendiendo”, me digo antes de reaccionar a las bromas maliciosas de la chef (“¿en qué medita tanto mientras corta eso? Se le está quemando lo que tiene en el sartén”). Estoy aprendiendo, estoy aprendiendo. Y creo que por un momento es liberador reconocer eso, que hay tantas cosas que no sabemos, tantas cosas por aprender de a poquito, tantas cosas fuera de nuestra zona de confort en la que mal o bien hemos ganado cierto expertisse.

***
Creo que hace mucho tiempo que no me proponía aprender algo fuera de mi formación profesional. Ahora entré con esto de la cocina, y entré también a clases de yoga. En las dos cosas soy la novata que no domina las posiciones más básicas. En las dos cosas no puedo más que quedarme boquiabierta ante el conocimiento de los profesores. Creo que es un gran método para tener los pies en la tierra eso de vivir constantemente que todos somos ignorantes, aunque no todos ignoremos las mismas cosas. Creo también que es un gran método para ser una persona feliz, más completa en la conciencia de nuestra infinita incompletud.

***
Ser adulta y aprender algo de forma conciente y calculada es para mí una gran novedad; creo que estoy muy acostumbrada a tener prisa, a aprender a chingadazos, e incluso a no aprender demasiado. Quizás esto tenga que ver con el mundo en que vivimos, en el que todo sucede al instante. Como dice Szymborska:

Mal preparada para el honor de vivir,
apenas si aguanto el ritmo de la acción impuesto.
Improviso, aunque aborrezco la improvisación.
Tropiezo a cada paso con el desconocimiento de las cosas.
Mi forma de ser huele a provincial.
Mis instintos son los de un aficionado.
El miedo escénico, como justificación, me humilla
mucho más.
Siento como crueles las circunstancias atenuantes.
Imposible retirar palabras y reflejos,
las estrellas no contadas,
el carácter, abrigo abotonado sobre la marcha;
he aquí los lamentables resultados de estas prisas

¿Qué tal si pudiéramos trabajar en que el carácter no fuera un abrigo abotonado sobre la marcha? ¿qué tal si estos actores que somos pudieran realizar acciones autoreferidas para mejorar el performance? ¿qué tal si - después de todo y como han sugerido tantas filosofías disímiles – es nuestra responsabilidad trabajar sobre la humanidad que nos ha sido concedida? Podría ser. Ahora sólo falta que me ponga cósmica y ya la hicimos.




viernes, 11 de octubre de 2013

El destino deslavable (una reseña que no es reseña sobre un libro de una autora que nadie conoce en México, yeah!)

Probablemente ya he explicado que conocí la escritura de Angélica Gorodischer gracias a una gozosa coincidencia que tiene que ver con la Coyoacana, tuíter, y los meses de escritura de tesis. Desde entonces he lamentado muchísimo que sus libros no se vendan en México, pobres de nosotros – pienso – tan atiborrados de las novedades de Ángeles Mastretta y Elena Poniatowska, y tan ajenos e ignorantes de una de las pocas mujeres latinoamericanas que escribe ciencia ficción.

Todo parece indicar entonces que los afectos y los amigos serán elementos que estarán vinculados siempre a este gusto mío de leer a la Gorodischer: el primer libro de ella que tuve en mis manos fue un préstamo del querido R., mientras que este año me llegó en una travesía La Plata – Köln – D.F. un cargamento de dos novelitas de la querida autora argentina.

Las señoras de la calle Brenner fue mi lectura de fin de semana (supongo que hay pocos placeres comparables con la idea ficticia de ‘no tengo nada qué hacer’, con la soledad creada y defendida de instalarse frente a un libro toda la tarde, con el personalísimo placer de construir formas de amistarse con una misma). La estructura es sencilla: hay tres voces intercaladas que funcionan como algo totalmente paralelo en la primera mitad: por una parte una historia que tiene que ver con una destrucción total de una ciudad y dos mujeres sobrevivientes que se encuentran después del desastre (madre e hija de ahí en delante); la segunda voz es en primera persona: una chica restauradora de arte cuenta y describe su amor por la belleza; la tercera voz son notas impersonales sobre la obra del pintor Félix Ziem.

Al principio es un poco desconcertante esta especie de tres historias inconexas, aunque (quizás demasiado predeciblemente) más o menos a la mitad es un poco obvia la forma en que van a conectarse. Esto, sin embargo, no le resta interés pues entonces se intuye claramente que los tres hilos conductores más bien son flechas que apuntan a la escena final. Y en esto se encuentra la paradoja disfrutable del tema que Gorodischer plantea en esta novela: por una parte la imposibilidad de un destino fijo e inamovible, por otra parte la escena final hacia la que todo - parecía -apuntar. Así lo afirma uno de los personajes: “Lo que realmente importa es que hay, como quizás lo haya en todas las vidas de todas las gentes que pueblan este mundo, un episodio, una crisis, un punto culminante que permite, si una tiene el coraje de enfrentarlo, dar un sentido claro y preciso a toda la vida pasada”. Sin embargo, ese mismo personaje había declarado antes que “el destino no se decide de un plumazo: se decide hoy y se vuelve a decidir mañana y el mes que viene y cuando una hace el amor por vez primera y en la hora de la muerte y siempre”.


Esta tensión tan básica, tan humana, esta permanente duda de si estamos predestinados para algo, si habrá una escena que sea el clímax de todas las que la precedieron, o de si, por el contrario, esto se trata sólo de sonido y furia cuyo significado es nada, es el nada menor tema al que Gorodischer le entra con la simpleza de las fábulas y las grandes verdades. Es gracioso que la conclusión del libro yo la encuentre (ni más ni menos) en las palabras de Patti Smith: “life is an adventure of our  own design intersected by fate and a series of lucky and unlucky accidents”.

Hay quien dice también que las buenas historias se empiezan a contar por el final, porque de otra forma se ven como decisiones lógicas lo que en realidad fue producto del omnipotente azar. En Las señoras de la calle Brenner disfruté esta problematización del tiempo y con ello de eso que llamamos destino; la Gorodischer, tan simple y tan complicada, no podía hablar de esto con una historia lineal, sino que tenía que enredarlo todo con pasadosfuturospresentes, con la vertiginosa posibilidad de incansable transformación, y con la apacible esperanza de que quizás, al final, la certeza se concrete en algo tan real y tan cotidiano como un llanto despertándonos en la madrugada, un cuerpo respirando a nuestro lado, un boleto de avión, un cuadro colgado en la pared.


lunes, 7 de octubre de 2013

¿Para qué nos sirve leer? (la pregunta del millón)

Algunas notas sobre la lectura en México (o algo así) 


La semana antepasada fui a cumplir con mis compromisos laborales (vaya!) que consistieron en ir a una presentación de los resultados de la encuesta nacional de lectura en México durante el 2012. Los datos son absolutamente deprimentes (no en balde el título de la conferencia fue “De la penumbra a la oscuridad…”).

Los mexicanos identifican la lectura con una actividad meramente escolar, por lo que a partir de cierto rango de edad (es decir, cuando se termina la universidad) disminuye drásticamente el tiempo que pasan frente a los libros. Habría que señalar aquí otro de los fallos de nuestro lamentable sistema educativo: no se están formando lectores autónomos. Docentes que no dejamos sembradas dudas o curiosidades en nuestros estudiantes, que los acostumbramos a leer para pasar el examen pero no a considerar esa actividad como una práctica cotidiana. Desesperanzador.

Otro dato que anoté: sólo el 46.2% de los encuestados respondieron estar leyendo algún libro. Para más de la mitad de los mexicanos leer es una actividad exótica y ajena. No sorprende entonces que el 34% haya respondido, de plano, que “no me gusta leer”.

Más reflejos de la penumbra: sólo en el 15% de los hogares mexicanos hay más de 30 libros que no sean libros de texto. En el 56% hay hasta 10. Es decir, en más de la mitad de las casas mexicanas hay menos libros de los que yo me compro en cualquier FIL. Lo triste de eso es, otra vez, esta idea de los libros y de la lectura como algo no familiar, una cosa ajena, que se sale de la norma.

Ya sé que aquí podríamos hablar también de lo caros que se han puesto los libros últimamente, pero bueno, vaya, yo creo que no es esa la razón de esta ausencia de libreros y bibliotecas (aunque sea con traducciones humildes de la editorial Tomo)  dentro de nuestros espacios íntimos.

El proyecto en el que estoy participando y por el que tuve que ir a esa conferencia es sobre promoción de la lectura en estudiantes de EMS. Los lineamientos que nos han dado desde la parte institucional reflejan una visión de la lectura que tampoco me encanta: una cosa meramente instrumental. Los estudiantes tienen que leer para que sean buenos profesionistas, o para que sean más competitivos, o para que sean más emprendedores, o para que se droguen menos, o para que no entren a las pandillas (¿eh?).

Mi grupo de trabajo son docentes de EMS. Al principio siempre hay una sesión en la que platicamos con ellos sobre la lectura y bla, bla, bla, para tratar de comprometerlos con el proyecto. Los profes expresan opiniones sobre la lectura que tampoco me encantan: la lectura nos hace felices, nos hace ser mejores personas, una persona culta es una persona feliz y realizada, etc., etc. Es decir, una visión totalmente romántica e idealizada de los libros.

Honestamente, yo no creo que leer nos haga mejores personas, ni más felices, ni más empáticas, ni mejores ciudadanos. No sé bien qué respondería si alguien me preguntara que ¿para qué te ha servido leer en la vida? A lo mejor el chiste está, otra vez, en las respuestas en negativo. No hay que decirle a la gente que ‘tienes que leer para ______’, sino más bien sugerirles que si no leen hay una serie de emociones – ideas – pensamientos que van a quedar fuera de su mundo. Es decir, no plantear para qué sí nos sirve leer, sino qué cosas y posibilidades estamos eliminando si no leemos.

Funcionamos con base en ideas, somos sujetos semióticos que todo el tiempo estamos interpretando la realidad. No estoy diciendo que alguien que no lea no pueda hacer esto, repito, todos funcionamos de esa forma. Así que entonces habría que preguntarnos de dónde tomamos esas ideas (que a la vez interpretamos y resignificamos). De las conversaciones, de la televisión, de lo que nos dice el sacerdote o el astrólogo. Y de los libros, claro. Mi punto es ése, nomás, que no quiere decir que interpretaremos ‘mejor’ la realidad, o que tendremos más ideas, o que éstas serán más lindas; únicamente que, si no se lee, nos cerramos una fuente de sentidos posibles.

Otra vez una frase de Birulés:

“De nuevo podemos recurrir a las palabras de Arendt cuando escribe que ‘esperar que la verdad surja del pensamiento supone confundir la necesidad de pensar con el ansia de conocer’. Pensar es, pues, distinto del conocer y del obrar. El pensamiento, a diferencia del conocimiento, no nos ofrece certezas supuestamente definitivas ni verdades universales, sino, en todo caso, significado, sentido”.

Para eso nos sirve leer, creo, para producir sentido y eso es ya mucho decir en este país.