miércoles, 28 de agosto de 2013

Cats do not go to heaven

“…and I thought of that old gentleman, who is dead now, but was a bishop, I think, who declared that it was impossible for any woman, past, present, or to come, to have the genious of Shakespeare. He wrote to the papers about it. He also told a lady who applied to him for information that cats do not as a matter of fact go to heaven, though they have, he added, souls of a sort (…) Cats do not go to heaven. Women cannot write the plays of Shakespeare” (Virginia Woolf)

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El ejercicio del número de agosto de Letras Libres trata de lo siguiente: en 1945 Agustín Yáñez hizo una encuesta sobre los ‘libros fundamentales de nuestra época’, que más tarde publicó en forma de libro; la citada revista decidió repetirla y solicitarle a varios colaboradores  y colaboradoras que hicieran una lista de los libros que consideraran más influyentes o representativos de su época. Hubo quienes concientemente decidieron hablar a nombre de sus generaciones, mientras que otros fueron más modestos y hablaron desde el gusto casi estrictamente personal.

Christopher Domínguez Michael escribe una introducción a las listas en la que analiza éstas como datos. Más que discutir si en efecto ‘Esperando a Godot’ es un libro representativo o influyente de nuestra época, lo que hace es (muy a la Bourdieu) tomar las listas de obras propuestas por los intelectuales encuestados como fuentes para problematizar los temas, autores y grandes influencias que conformarían (siempre desde el punto de vista de los colaboradores) la fotografía de algo así como el estado de las cosas del contexto actual. Así, por ejemplo, concluye que “el tema de nuestra época, moral y político y hasta literario, sigue siendo la experiencia totalitaria del siglo XX”.  Este análisis se ve enriquecido cuando se contrasta con el resultado de Yáñez y se presenta la siguiente tablita comparativa entre ambos

1945, obras más mencionadas:
* El significado de la relatividad, de Albert Einstein
* La evolución creadora, de Henri Bergson
* El capital, de Karl Marx
* La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler
* Investigaciones lógicas, de Edmund Husserl

2013, obras más mencionadas:
* 2666, de Roberto Bolaño
* Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
* La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa
* 1984, de George Orwell
* Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsyn

Aunque el ejercicio de imaginar fotografías literarias de ambas épocas es altamente disfrutable, mi habitus de la sospecha me hizo darme cuenta de una ausencia escandalosa en ambas listas, cosa que (evidentemente) no aparece mencionada en la nota introductoria. Es cierto que muchas cosas han cambiado entre 1945 y 2013, pero hay sin embargo una dolorosa constante: no hay ni una sola mujer entras los autores más mencionados, y tampoco hay ni una sola obra de autoría femenina entre las obras más mencionadas.

No tengo la lista del 45, pero en la publicada en Letras Libres se mencionan en total 255 libros, de los que sólo 17 fueron escritos por mujeres. Esto representa algo así como el 7 por ciento. De tal forma que, prosiguiendo con el ejercicio propuesto por Domínguez Michael de tomar las listas como datos, podemos concluir que durante el siglo XX la gran constante ha sido que las mujeres tenemos poco (o casi nada) que decir, o bien, y en congruencia con la propuesta del análisis, que lo que hemos dicho ha tenido poco (o casi nulo) eco en la configuración de ‘nuestra época’.

De aquí se desprenden dos posibles líneas de reflexión o de hipótesis. La primera de ellas es que, en efecto, durante el siglo XX las mujeres han producido cosas irrelevantes históricamente. Ninguna sola obra que pudiera compararse con el 2666 de Bolaño, por decir algo. De esta suposición podríamos extraer algunos cuestionamientos urgentes hacia el mundo de las letras ¿por qué las mujeres producen cosas de menor calidad o influencia? ¿es que ellas entran menos a los círculos de creación? ¿es que quizás hay sesgos en las editoriales? ¿es que, de plano, cats do not go to heaven, así que no importa que en los talleres y escuelas de literatura haya casi un 50 – 50, porque el caso es que, bueno, you know, cats do not go to heaven?

La segunda línea de reflexión (que particularmente me parece más rica) es asumir que, en efecto, hay mujeres produciendo pensamiento de la misma influencia o relevancia que las obras mencionadas pero que, por alguna extraña razón, no figuran en las listas. Es decir, que a los y las intelectuales incluidos en las encuestas de LL, por alguna razón (no) incomprensible, se les ‘pasó’ incluir algunos nombres femeninos.

Creo que cualquier ruta de discusión que se tome es por demás interesante,  pero lo que me parece que no podemos dejar de señalar es eso: nuestras voces, mujeres, han sido poco relevantes durante el siglo XX. Y aún más, esa ausencia es sólo percibida por nosotras las feministas, porque a la banda de la editorial francamente le tiene sin cuidado.

No me malinterpreten, no estoy sugiriendo el ejercicio absurdo de encuestar a personalidades y pedirles que cumplan con cuotas de género en sus listas. Lo único que estoy diciendo es que me parece por demás extraño (por demás sesgado, por demás indignante) que se mencione “La era del vacío” de Lipovetsky (por dios, ¿en serio? ¿Lipovetsky?) y se omita de manera total ‘El segundo sexo’, de Simone de Beauvoir.

Domínguez Michael concluye que la experiencia totalitaria es el signo innegable de nuestra época. Raro entonces que nadie haya mencionado a Herta Muller o Doris Lessing, autoras que incesantemente han reflexionado sobre lo que la experiencia soviética legó a nuestra confundida humanidad.

En las listas se aprecia también el interés por literatura escrita por sujetos sociales ‘subalternos’. En ese caso, no deja de sorprenderme, otra vez, que nadie se haya acordado de Toni Morrison, esa grande de la literatura negra a la que algunos atribuyen el así llamado ‘renacimiento de Harlem’.

Puedo seguir y mencionar, por ejemplo, que me parece rarísimo que nadie conciba a Marguerite Yourcenar como una de las grandes autoras de las últimas décadas. Lo mismo diría sobre literatura latinoamericana: mucho Octavio Paz, ni una sola mención de Rosario Castellanos; mucho José Emilio Pacheco, nada de Elena Garro, ni de Alfonsina Storni, ni de Gabriela Mistral.

La lista, larga y controversial, podría prolongarse, pero supongo que esto no se trata de ‘a ver quién menciona más nombres’.

Pienso, por ejemplo, en lo político del acto de nombrar (o no). Nombrarlas, decirlas, hacerlas visibles. Pienso también que casi cualquier feminista interrogada sobre ‘las 10 obras más influyentes del último siglo’ mencionaría que ‘El segundo sexo’ está entre ellas. Esto me lleva a la conclusión de siempre: que parece que la sociedad se empeña por hacer que la historia de las mujeres (y de sus conquistas, discusiones, luchas y demás) aparezca como paralela a La Historia de La Humanidad, sin tocarse nunca. Es casi como si todo el tiempo nos dijeran que ‘el género, los cuestionamientos desde el feminismo a la política, a los cánones literarios, a la academia, etc.’ fueran temas de interés opcional, relegados constantemente a aquellas muchachas excéntricas que se matriculan en los programas de “investigación con perspectiva de género”. ¡Pero no hay nada más falso que esto! Porque creo (y pueden estar de acuerdo o no) que las relaciones entre los sexos es la forma básica de las relaciones de poder y, por ende, de las relaciones políticas. ¿Cómo entonces explicar ‘nuestra época’ sin hacer una mínima referencia a las profundas transformaciones que en este sentido ha vivido nuestra generación?

También recuerdo los prejuicios que yo misma sostuve en el tema de la literatura escrita por mujeres. Hubo un tiempo en que afirmé que “me dan hueva las escritoras porque todas escriben sensibleramente como Ángeles Mastreta o Marcela Serrano”; la cosa es, claro, que esa hipótesis se me cayó tan pronto leí a Elfriede Jelinek, esa verdadera dominatrix del lenguaje. Leer a mujeres se convirtió entonces en un ejercicio conciente que me llevó a buscar por todos lados recomendaciones y préstamos y etc.  Pero, eso, tuvo que ser una búsqueda y esto no deja de ser otra vez un dato: ¿por qué carajos cuesta tanto ver – leer a las mujeres escritoras (que no escriban novelas rosas)?

  Algo tendríamos que hacer para cambiar estas constantes, para darle la vuelta, por fin y para siempre, a la idea explícita o no de que estamos y estaremos en un escaño inferior (en política, producción literaria, producción académica, etc.) porque, eso, ‘cats do not go to heaven’.



lunes, 26 de agosto de 2013

Vimos Macbeth en El Milagro y así nos fue...

Decidimos ir al teatro El Milagro para ver Macbeth, protagonizada por Giménez Cacho y Laura Almela. Pese a que llegamos una hora antes de la función ya no había boletos disponibles. Pongo cara de tristeza antes de que el taquillero me ofrezca una sonrisa y una disculpa “lo que pasa es que muchas personas hacen reservación en línea”. Luego pongo cara de asombro ¿cómo que se puede hacer reservación en línea? ¿así nada más mando un correo y me apartan boletos? La sencillez de la opción y por tanto la gravedad de mi descuido me hacen soltar una carcajada que el taquillero interpreta como un gesto de amistad. Si quieres te anoto en una lista de espera, serías la primera – ofrece como consuelo - Mientras tanto te puedes tomar una cerveza. Volteo a ver a mi acompañante, decimos que ‘pues va’ y nos encaminamos a la barra.

No nos queda más remedio que pedir dos Indio y hablar para matar la espera. La plática va desde los detalles más intrascendentes del mundo (pero qué pinche fea cerveza es la Indio) hasta el tema de Macbeth (¿tú crees que es una reinterpretación del Génesis? En todo caso creo que Shakespeare era igual de misógino que Moisés, ¿no?). Nos preguntamos cómo será la obra puesto que sólo hay dos actores en escena, ¿será una reinterpretación de la tragedia o será literal? Literal está cabrón – dice él – porque en la obra hay un chingo de personajes. Pues sí, digo yo, estaría muy complicado. Te apuesto las chelas a que no es literal. Te apuesto la cena a que no alcanzamos boleto.

Para pesar de mi bolsillo pero alivio de que el plan de sábado por la noche estaba más o menos a salvo, alcanzamos un par de asientos juntos. ‘El que persevera alcanza’ me dice el taquillero guiñándome el ojo (¿te estaba coqueteando el de los boletos? – pregunta él – y yo digo que a lo mejor, porque honestamente con esta minifalda se me ven unas piernotas, ejem).

Nunca había entrado al teatro, que más bien es como un galerón inmenso con tan sólo 47 asientos alrededor. Antes de dar la segunda llamada nos advierten que la obra dura dos horas y no tiene intermedio: si quieren ir al baño, éste es el momento.

Cuando los obedientes de la sugerencia regresan, dan la tercera llamada y empieza la función. Giménez Cacho y Laura Almela salen al escenario con un vestuario que parece concientemente un No – vestuario: pantalones oscuros y viejos, camisas oscuras y manchadas de pintura, botas de soldado. Se apagan las luces, el sonido y la oscuridad lo llenan todo mientras ellos empiezan a decir las primeras frases del aclamado libreto ‘¿cuándo volveremos a encontrarnos?’ exclaman una y otra vez mientras dan vueltas por todo el escenario. La entrada es espectacular – pienso – la música, la oscuridad casi absoluta, y sentir la presencia de ellos a escasos centímetros de nuestros asientos mientras recorren la sala repitiendo las enigmáticas líneas.

Lo que  sigue es una puesta en escena súper ambiciosa: los actores (él y ella) se echan todo Macbeth (sí, casi literal) encarnando a un chingo de personajes. Al principio es un poco confuso entender los ‘switches’ instantáneos de escenas, tiempos y voces, pero una vez que le agarras la onda la obra va, absorbente y hermosa como es.

No hay ninguna escenografía (excepto un par de velas en unas cuantas escenas), el único recurso de toda la obra son los actores y el sonido. El resultado es una cosa impactante. Un desborde, un exceso. A los 40 minutos el esfuerzo físico de correr, trotar, golpearse, repetir líneas, hacer cambios de voz y arrastrarse bajo los asientos es palpable y visible a través de las camisas, el cabello y los rostros empapados de sudor. No hay intermedios, no hay pausas. Ellos dos solos interpretan, reinterpretan, salen por un lado y aparecen por el otro, gritan, lloran, se paran enfrente de  ti a repetir sus diálogos: llenan de manera total el espacio, cubren con creces todas las expectativas.

Cuando termina la obra creo que hasta yo me siento cansada. Nunca en toda mi vida había visto tanto alarde de actuación, tanta declaración de ‘miren todo lo que podemos hacer con casi nada, excepto años y años y años de talento cultivado’. Los aplausos del público se prolongan por varios minutos, ellos salen tres veces a agradecerlos.

Él y yo salimos un poco consternados: qué cabrón, ¿no? Cuánto derroche, cuánto lujo. Al final duró más de dos horas, así que caminamos un rato en la noche fresca hablando de lo que acabamos de ver.

Él me cuenta que cuando estaba en la preparatoria se aprendió de memoria las líneas ésas de ‘tomorrow, tomorrow, tomorrow’. Me repite un fragmento en español: ‘el mundo es un cuento absurdo contado por un idiota lleno de sonido y furia cuyo significado es nada’. Yo lo veo – otra vez con asombro -  y me pregunto de dónde mierdas habrá salido este acompañante vestido con una playera de chicles Trident (de la que me burlé hasta el cansancio en el trayecto) que así de la nada se pone a contarme que a los 17 años se entretenía tratando de aprenderse líneas de Shakespeare. Es una locura.

Yo, por mi parte, me detengo en el verbo alardear.  Pienso en el regalo que esto significa cuando se trata de algo legítimo. ¿Pero cómo sería legítimo, dónde trazarías la línea? – me pregunta él - .  No sé – contesto- , supongo que porque es demasiado visible que hay algo que respalda el ejercicio de ostentación, un talento trabajado y, además, puesto a prueba.

Aunque de antemano se sepa que la prueba puede ser vencida favorablemente, creo que si no tuviera este componente de reto el alarde sería mera presunción. Quizás le estoy atribuyendo características que no necesariamente tiene, pero me imagino al genio que sabe que es un genio y que, sin embargo, se pone un reto nada más para ver hasta dónde puede llegar. A veces se fracasa estrepitosamente en el experimento, pero también a veces la prueba se convierte en un alarde de las habilidades del artista (o el deportista, ya que estamos...), y entonces es algo tan emocionante y tan hermoso como ver a los campeones de ajedrez en un torneo, jugándose el talento por el mero placer de estirar la cuerda hasta que se rompa, y también un poco hasta que la locura sople su aliento sobre las nucas de los afortunados testigos.




Sal con una chica que lee - sal con una chica que no lee

De tanto en tanto se vuelve a poner de moda en mi fb el artículo ése de “Sal con una chica que lee / sal con una chica que no lee”; ahora hasta tiene su secuela llamada (creativamente) “sal con una chica que escribe – que no escribe”. Artículos cursis y empalagosos que hacen que mis amigas intelectuales (you know: que leen y escriben) los pongan en sus muros, como si alguien les hubiera leído el pensamiento.

Predeciblemente, los artículos ésos son un hit entre mis amigas, chicas, y menos o casi nada entre mis amigos. Mi hipótesis es que mis amigas que leen se ven proyectadas y quisieran que alguien dijera ‘justo eso’ de ellas. Ellas, hombre, las que leyendo están desafiando todas las normas impuestas a su género, las mujeres que saben latín, las que además escriben poesía y cuentos… ellas, que además de todo no sólo están cuestionando los papeles asignados a su sexo sino que, por si fuera poco, son chicas con las que vale la pena salir. No, no sólo ‘vale la pena salir’, sino que ‘vale más la pena salir’ con ellas que con una de las que no leen, de las pasivas, de las que siguen a pie juntillas los consejos de la revista Tú y Cosmopolitan. Puras fantasías y pendejadas del estilo retomadas por el autor – autora de esos textos. Miren si no:

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel.

O sea, básicamente, las chicas que leen son complicadas y todo un enigma y un misterio y no mames, pero valen la pena porque las chicas que no leen son ignorantes y vacías y se conforman con una vida plana en la que lo máximo es que les compres una camioneta del año para llevar a los niños al colegio.

Un poco pues… qué les puedo decir, un poco plana la explicación que además pretende ser un halago, que además mis amigas listas ponen en sus facebooks.

Me da ternura porque me reconozco en ellas… a los 18 años, claro. Todas en el fondo de nuestro corazón hemos querido pensar alguna vez que los hombres nos dejan porque su mentecilla machista no sabe qué hacer con una mujer que piensa. Entonces sí, seguro que nos cambian por las otras, las que no leen, a las que pueden conquistar con “flores, chocolates y frases cursis”. No es que nos dejen o no nos quieran porque somos fastidiosas, desnalgadas, demandantes, dominantes, o porque sencillamente el fulanito en cuestión no tiene ánimos ni interés de iniciar una relación con nosotras. No. Seguro es porque nos tienen miedo, porque ven amenazada su masculinidad, porque no están acostumbrados a tener un mujerón enfrente.

Las mujeres que piensan creen (por alguna extraña razón) que también son ‘las mujeres que saben volar’ que todos los Girondos y los Oliveiras andan buscando para complementar sus vidas. Ay amiguitas, ¿qué voy a hacer con ustedes?

La otra clásica es que las ‘mujeres que piensan’ también son muy complicadas y conflictuadas porque – you know – piensan, entonces pues no son cualquier galana de televisa. Pero el artículo es un hit justo porque el autor parece dar el consejo de ‘hey dude, son complicadas pero fascinantes a la vez’.  Perdonen ustedes las molestias, al final valdrá la pena. Si por lo menos dijera que ‘las mujeres que leen también cogen mejor’ me parecería un argumento ligeramente más defendible que andar convenciendo a los de su género de que no les hagan el feo a las ñoñas porque son ‘más retadoras’.

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Lo pienso e inmediatamente mi mente prejuiciosa hace la asociación con las mujeres – que – piensan y que, además, son latinoamericanísimas. En mis muchos años de militancia izquierdista y feminista he conocido a muchísimas de ellas.

Las que leen, tienen criterio, opinan, cuestionan, enfrentan, pero al mismo tiempo dan su vida por las luchas sociales (tienen que ser de izquierda, obvio), se enamoran con intensidad,  son apasionadas, dejan que la vida las despeine, disfrutan y lloran y ríen y bailan y se creen mariposas, o lunas, o estrellas, o aves, o magas, o trapecistas, o no sé qué mierdas más.

Hoy justo comí con una de ellas. Tan intensa, tan comprometida, tan honesta, tan dulce, tan increíblemente transparente que me preguntó si no ‘estaría mal’ el hecho de salir con un chico en el D.F. siendo que tiene una ‘relación virtual’ con un vato que vive en otro país y al que no ha visto en persona más que dos veces en su vida. Me llevó a comer a un lugar por copilco que tiene nombre náhuatl y está decorado con mariposas. Hizo un comentario (obligado) sobre lo bonito del espacio (la luz, las plantas, las mariposas, el café de olla).

O me acuerdo, también, de ME. La primera vez que la ví estaba en la  Biblioteca Iberoamericana, con su cabello desacomodado y su voz increíblemente sexy, diciendo que ‘esta ciudad (el D.F.) es caótica y por eso me seduce’. Casi suelto la carcajada.

O, claro, los status en facebook de C., que siempre anda en ‘vuelos’ y ‘persiguiendo sueños’ y agradeciéndole al novio que ‘haya venido a abrigarle el corazón’.

No las soporto, de verdad. Es decir, personalmente quizás no me desagraden tanto, pero no soporto este ideal de feminidad intenso – sensible – crítico – que piensa y sabe volar. Dios mío, qué horror. Porque, además, andan siempre en busca del hombre que sea ‘lo suficientemente valiente’ como para amarlas. El personaje Angelesmastrettiano que se dé cuenta de que ‘quien florece en la adversidad es las más extraña y bella de todas’ y salga corriendo atrás de ellas.

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Últimamente parece que estoy inconforme con todo (qué raro!). Pienso, por ejemplo, que si soy feminista es en parte porque me rechocan muchos de los atributos que como mujeres nos han impuesto. Por eso me rechocan las chavas que los compran y los siguen.  Uno de estos atributos que me molesta particularmente es la excesiva importancia que tiene para las mujeres el hecho de ‘estar enamoradas’, tener pareja, vivir con alguien (pendiente el post sobre las habitaciones propias).

Tardé mucho en desentrañar por qué me molestaron tanto estos textos (y así terminar este post). La respuesta es que creo que reciclan las pinches dicotomías que tanto nos han jodido la vida. Como cuando entrevisté a mujeres que trabajaban fuera de casa de tiempo completo; muchas de ellas en vez de reconfigurar la identidad a una de mujeres trabajadoras y desde ahí cuestionar la maternidad opresiva (mamás de tiempo completo que subordinan a los hijos y las expectativas familiares los proyectos personales), lo que hacían era precisamente estirar este discurso para validar sus actividades laborales “si yo trabajo no es porque quiera, sino porque tengo hijos a los que les quiero dar lo mejor del mundo”, trabajo pero mi identidad sigue siendo la de madre.

Así, aunque en la práctica se cuestionen estas tareas impuestas, en el discurso se recicla la oposición entre madres – trabajadoras, mujeres buenas – mujeres malas. Con estos textos pasa lo mismo: en vez de que las mujeres que leen y escriben cuestionen desde ahí las dicotomías entrebuenas y malas, lo que hacen es reinscribirlas pero dándoles la vuelta: si antes las ‘malas’ eran las que leían y escribían, ahora las ‘malas’ son las que tienen poca cultura general.

No crean que no sé cuánto duele darse cuenta de que las gerbydrugmas tienen faltas de ortografía pero a cambio se toman fotos sexys saliendo del gimnasio. La cosa es que creo que equivoco el punto cuando pienso en ella (que ‘vale menos’ que yo por ser una inculta, que de seguro ni sabe quién fue Ortega y Gasset, que de seguro está feliz por tener un breadwinner a su lado, etc., etc.). Porque el punto no es ella, el punto es él. Y el punto es que es una tontería reciclar las dicotomías y volver a meternos en ellas voluntariamente, volver a meternos en un discurso en el que una mujer ‘vale la pena’ en función de lo buena pareja que sea. Como esto de ‘valer la pena’ y de ‘buena pareja’ son significantes vacíos, a veces es tentador tratar de llenarlos con características distintas: yo valgo la pena como pareja no porque vaya a ser una gran ama de casa, sino porque soy culta y estoy enamorada de mi trabajo. Suena bien, pero es una trampa porque el corolario sigue siendo el mismo: valgo la pena por mi potencial como pareja.

Tenemos que inventarnos soluciones más creativas que éstas de seguir con los pares, las oposiciones, las casillas que – lo digo de verdad y quizás un día me anime a contar por qué – tanto daño nos han hecho.