miércoles, 18 de diciembre de 2013

Nada más que un incidente...

La investigación en la que estoy trabajando en este momento implica muchas entrevistas con funcionarios públicos de nivel medio y alto (directores de área y directores generales básicamente). Aunque procuramos ir en parejas a hacer las entrevistas, ayer me tocó ir sola con un señor director de algo. Cuando terminamos se ofreció a darme un 'recorrido' por las instalaciones de la dirección. No supe muy bien cómo decirle que no tenía mucho sentido (puesto que básicamente un recorrido por las instalaciones de la dirección no me aportaría gran cosa para la investigación) así que agradecí y me dispuse a seguirlo mientras calculaba cuánto tiempo me quedaría libre para comer antes de la siguiente cita.

El recorrido fue muy extraño: me presentó a casi todo mundo, me enseñó todas las oficinas y finalmente llegamos a la sala de juntas que, evidentemente, estaba sola, oscura y silenciosa. Mientras el don me decía cosas obvias e inútiles (“y aquí es nuestra sala de juntas donde... hacemos juntas”) se le ocurrió acariciarme – masajearme la espalda. Yo me quedé pasmada, porque estoy segurísima de que fue un intento de hostigamiento y de que estaba esperando mi reacción para ver qué hacer a continuación.

Mi reacción no fue tan contundente como cualquiera se esperaría de una feminista convencida y militante, etc., etc. Sólo lo vi directamente y le dije que 'muchas gracias por todo, tengo que irme porque tengo una cita a la que ya voy un poco tarde, creo que puedo llegar sola a la salida'. El don (ahora presunto acosador) sólo me dijo que 'sí, sí, claro, ya sabe dónde encontrarme, que tenga buen día'.

Es curiosa toda la maraña de ideas que desde entonces he estado pensando. Me imagino, por ejemplo, qué hubiera pasado si mi reacción fuera otra: qué tal si hubiera gritado, lo hubiera insultado, le hubiera llamado a mis jefas, hubiera amenazado con tomar acciones de otra índole. Quizás (muy probablemente) hubiera hecho el ridículo: no tengo absolutamente ninguna prueba de que fue una acción de acoso, nada más allá de toda una vida de conocimientos y experiencias cristalizadas en eso que llamamos 'sentido común' que nos permite leer una situación concreta. Estoy segura (segura, segura) de que el don planeó el recorrido con toda la intención de llegar a la sala de juntas y acariciarme la espalda. Estoy segura (segura, segura) de que esa era la primera acción para ver cómo reaccionaba yo.

Lo difícil de estos casos es cómo explicar esto cuando se quiere ir más allá. Me lo imagino perfectamente revirando mi 'estoy segura de que tenía otras intenciones' con argumentos como 'es que yo así soy de cariñoso con todo el personal, no fue con mala intención, ni que estuviera usted tan guapa, está malinterpretando las cosas', etc., etc.

Qué bueno que yo no tendré que toparme con este tipo nunca jamás en la vida. ¿Pero y qué pasa con las mujeres que deben padecer a un jefe así todos los días? Para empezar, qué jodido que un tipo crea que por ser hombre, estar en una posición de poder, ser mucho mayor que yo, tiene el 'derecho' de buscar un acercamiento de otra índole conmigo. ¿Es de verdad así? ¿es que en serio los hombres ven a una mujer joven sola haciendo su trabajo y no pueden pensar en otra cosa que 'la llevo a la sala de juntas y si hay suerte nos vamos a un hotel'?

¿Estoy exagerando? Estoy exagerando, pensarán muchos. 'Si nomás le acarició la espalda, pinche vieja mamona'.

Esto me recuerda algo que una alumna me contó hace poco. Tenía un jefe que era muy 'cariñoso' con ella hasta que un mal día se atrevió a darle una nalgada. Ella, como buena mujer profesionista independiente con cierta formación en género, decidió denunciar al tipo por hostigamiento sexual. Afortunadamente en su institución había un procedimiento claro para estos casos y terminaron corriendo al hostigador.

Podríamos pensar que se trata de un 'final feliz' si no es porque la alumna terminó renunciando poco después: las actitudes de sus compañeros fueron totalmente hostiles hacia ella a partir del incidente. Me contaba de manera muy atribulada que en un principio varias personas la felicitaron por su decisión de no callarse y buscar justicia. Hasta que, claro, se supo que despidieron al jefe por esta razón y entonces todo mundo cambió de actitud: “oye Menganita, ¿no se te habrá ido la mano por una simple nalgada? ¿no estarás exagerando dejando a un padre de familia sin chamba en estos tiempos tan difíciles? ¿no habrás malinterpretado una bromita de mal gusto? Exageraste'.

Es un tema bien jodido esto del hostigamiento, porque a menudo si la persona hostigada no denuncia es 'una pendeja', pero si denuncia y el responsible es castigado 'es una exagerada, por eso nadie quiere a las feministas'.

Qué jodido entonces que nos dejen casi sin soluciones satisfactorias.

Me imagino, por supuesto, que el nalgueador tampoco imaginó jamás que la situación iría tan lejos, que la nalgada le costaría su chamba de jefe. Y acá está (según yo) parte del verdadero problema y de lo jodido de la situación: que a menudo los varones ni siquiera se dan cuenta de las relaciones de poder que viven y encarnan.


Por eso, supongo, es tan importante que logremos que los hombres se involucren en temas de género: que piensen sobre ellos, los reflexionen, los estudien, los comprendan. Porque es urgente que sean concientes de los vergonzantes privilegios que la sociedad les ha concedido y entonces (ojalá) quizás pueden empezar a renunciar a ellos en aras de un mundo más justo y menos desigual. 

Ya sé que estoy pidiendo demasiado, pero es que el fin de año bla, bla, bla. 

martes, 22 de octubre de 2013

Deudas o gratitudes

A veces me sorprende un poco el malentendimiento tan grande que existe en torno a la actividad de escuchar música. Es triste cómo todo mundo carga casi todo el tiempo los audífonos para todos lados y, al mismo tiempo, cómo eso le hace muy poca justicia a las notas que nos rodean (metáfora de nuestros tiempos: todomundo habla pero muy pocos escuchan).  La música se usa como un sonido agradable que acompaña las fiestas, el metro, la cocina u otras cosas: fondo que realza el disfrute o aminora la incomodidad del momento.

Yo pensaba más o menos así hasta que conocí a S. (de Sotanito), quien fuera mi novio por un periodo muy breve pero muy intenso allá en el lejano 2006. Una vez me invitó a escuchar música en su casa; en el mail de invitación decía ‘ármate un playlist como de diez canciones que quieras que escuchemos juntos’.  Al principio, claro, pensé que se trataba de ‘escuchar música GUIÑO – GUIÑO, ármate un playlist GUIÑO – GUIÑO’ and so. Pero resultó que no, que él había comprado unas cervezas y tenía unas bocinas decentes, así que se trató de escuchar música, tomar cerveza, y hablar muy muy poco (sin guiño – guiño). Creo que es una de las citas que recuerdo con más cariño.

Después quise repetir la experiencia aunque con otros interlocutores: la mayoría de las veces me ha salido muy mal. Les digo que ‘vamos a escuchar música’, pongo algún disco que me guste, y el (o los) invitados empiezan a hablar como si se tratara de eso: que la música sea el fondo y el escenario mientras me cuentan su semana laboral o sus conflictos amorosos. Supongo que debe ser muy enfadoso que alguien te esté diciendo cosas como ‘hey dude, cállate, la idea era escuchar música’, así que he renunciado al plan original para escucharlos, beber más cerveza, etc., etc.

Lo que sí hago es repetir la experiencia yo sola, creo que es una de mis actividades favoritas de viernes en la tarde eso de comprarme unas chelas, ponerme los audífonos y sentarme en el sillón a escuchar un disco completo poniéndole mucha atención. Es algo totalmente distinto al ejercicio de escuchar algo como fondo porque, por supuesto, la idea es concentrarse y pasarlo al centro de la atención y los sentidos. Así se aprende a entender más o menos de qué se trata un disco y, quizás, aunque no se entienda nada, así se aprende que la música es un deleite tan chingón que merece sus espacios propios.

Es algo que le agradezco muchísimo a S. y esto, por supuesto, me lleva a pensar en todas las herencias que mis parejas (duraderas, estables o espontáneas, o de una noche, o de la modalidad de su preferencia) me han legado. Escuchar música, un hábito ahora tan mío, tiene sus orígenes en ese entonces; raro acordarme que, en ese entonces, nunca había escuchado a Tom Waits ni a Leonard Cohen y que fue también S. quien los puso en alguna de esas rondas de música que le gustaba armar. Tom Waits, que ahora casi nunca abandona mi ipod y que creo es una de las voces que más me conmueven y emocionan.

Qué raro sería, pienso, armar el inventario de lo que les debo. A F. (de Fulanito), por ejemplo, le debería mi primer tatuaje.  Él fue mi amor platónico (o algo así) por varios años. En mi deseo exacerbado por ser ‘el tipo de mujer que le interesaría’ empecé a interesarme mucho por los tatuajes y terminé haciéndome uno gigante en la espalda por allá del 2007.  Aunque de cualquier forma nunca fui el tipo de mujer por la que  F. se interesaría, no sólo no me arrepiento de ese dibujo permanente que decora mi espalda baja, sino que los demás tatuajes han corrido absolutamente por mi cuenta y biografía.

Y así muchas otras cosas: el gusto por Borges, el interés por Medio Oriente, la experiencia de haber hecho kayak en una zona que a mí sólo se me antojaba para sentarme a fumar y pensar tonterías. Un montón de experiencias e intereses nuevos a los que el cariño ha abierto las puertas.


Las pienso a veces como huellas: pasados presentes que vivo en el día a día. Luego me gusta más pensarlas como algo mío que ellos provocaron. Y a veces también como esto que somos: ese amasijo de contornos difusos que pone en juego cualquier noción de self made man (o woman). Quizás esa sea la única forma de entender la eternidad. Y quizás así está bien.  

miércoles, 16 de octubre de 2013

Notas sobre una clase de cocina

Mire vea: lo más importante y bonito del mundo es esto: que las personas no son siempre iguales, todavía no fueron terminadas, y siempre van cambiando. Afinan o desafinan. Verdad mayor”
Joao Guimaraes Rosa

Soy una persona que nunca ha tenido interés por la cocina. Quizás se deba a que mi madre es una mujer ‘moderna’ que jamás ha pasado más de dos horas cocinando (en mi casa no existen tradiciones culinarias ni platillos cuidadosamente elaborados, excepto quizás la famosa cochinita pibil, que es algo así como la especialidad de la casa en un hogar norteño con antecedentes muy mayas…); quizás se deba a mi feminismo radical en un momento ligeramente malentendido, que a los 18 años se peleó con todo aquello que oliera a mandatos de una figura de género con la que deseaba romper lo más posible (y así por un tiempo desterré de mi vida maquillaje, cocina, tacones, fotos con el novio en las redes sociales, etc., etc.).  O quizás sea, también, que en estos más de cinco años de vivir sola cocinar me parece una tarea cara, de desperdicio y lujo, comparada con la facilidad de bajar a la fonda más cercana y de paso quitarme la pijama freelancera con la que trabajo todos los días.

Sin embargo crezco, afino, crezco. Así que hace poco que apareció en mi vida la posibilidad de irme de México, dos fueron mis preocupaciones principales: hablar inglés decentemente, y saber preparar algo comestible. Ambas cosas me parecieron indispensables para tener una vida autónoma y relativamente más sencilla en ese supuesto destino que al final terminó siendo otra vez el D.F.

Aunque la idea del extranjero no prosperó, ya había empezado con el proceso de cuestionar prejuicios y miedos y tratar de reinventarme, por lo que pagué un curso de cocina en una escuela gastronómica de la colonia Roma y me dispuse a pasar los siguientes cinco sábados en un aprendizaje intensivo de ‘técnicas básicas’ (desde cómo cortar verduras hasta cómo cocer un pollo).

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El sábado pasado fue mi primera sesión: cómo preparar fondos y salsas. Durante la introducción - que la chef dictó por algo así como treinta minutos - mi curiosidad incorregible estuvo dirigida, más que a cómo se tienen que dorar los huesos del fondo, a quiénes serían mis compañeros de cocina. Me parece un grupo tan extraño: dos señoras, cuatro señores, una chica como de mi edad, y yo. ¿Por qué estarán aquí ellos? ¿qué historias se esconden atrás de ocho adultos que un día deciden invertir tiempo y dinero para que alguien les enseñe a cortar una cebolla en brunoise? ¿qué y dónde hemos comido todos nosotros hasta este momento, quién nos ha alimentado hasta antes de dar ese importante paso en pos de la autonomía que es saber cocer nuestro propio pescado? ¿por qué estamos aquí un sábado de 5 a 9 de la noche?

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Inmediatamente viene a mi cabeza la postura de la “política de la ubicación”. Para un buen grupo de epistemólogas feministas la única manera válida de construir conocimiento es partiendo de la explicitación de la posición propia dentro del universo social. Renunciamos al sujeto cognoscente universal para adoptar un sujeto cognoscente situado que sepa identificar de dónde viene y por qué investiga lo que investiga. Esto no tiene tanto que ver con la cocina, pero sí. Sí, supongo, porque me obliga a rastrear esta historia mía tan diferente y tan privilegiada de una mujer adulta que a sus 28 años paga un curso de cocina profesional; y es necesario reconocerlo porque esto es tan distinto de las historias con las que constantemente me topo en mi trabajo, de mujeres que han aprendido a cocinar como algo natural, que se espera de ellas, las niñas que desde los nueve años han contado con el conocimiento práctico de hacer tortillas de maíz y con la imposición de calentarlas para el resto de la familia. Y esto por supuesto que nos signa, y por supuesto que nos divide, y por supuesto que obliga a la reflexión feminista: todas compartimos la cocina (como espacio históricamente feminizado), pero cómo y por qué llegamos o no a ese lugar es algo que me parece interesante en este momento.

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Después de todas esas cosas que pensé durante la introducción de la chef, entramos ahora sí a la cocina, y ahora sí a las instrucciones claras de cortar, cocer, mezclar, batir, agregar, colar, y un largo etcétera de cuatro horas preparando algo. La chef ni siquiera nos preguntó nuestros nombres así que nos trata a todos de ‘usted’ y sin consideraciones ni miramientos da órdenes y sugerencias: lo estás picando mal, fíjate bien cómo agarro yo el cuchillo, hazlo rápido o se te quema, etc., etc. En ese momento me doy cuenta de que soy una inútil total que ni siquiera sabe pelar un jitomate. Mis manos son súper torpes con el cuchillo, soy miedosa del aceite en las cacerolas, actúo con una lentitud sorprendente. Soy una novata. “Estoy aprendiendo”, me digo antes de reaccionar a las bromas maliciosas de la chef (“¿en qué medita tanto mientras corta eso? Se le está quemando lo que tiene en el sartén”). Estoy aprendiendo, estoy aprendiendo. Y creo que por un momento es liberador reconocer eso, que hay tantas cosas que no sabemos, tantas cosas por aprender de a poquito, tantas cosas fuera de nuestra zona de confort en la que mal o bien hemos ganado cierto expertisse.

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Creo que hace mucho tiempo que no me proponía aprender algo fuera de mi formación profesional. Ahora entré con esto de la cocina, y entré también a clases de yoga. En las dos cosas soy la novata que no domina las posiciones más básicas. En las dos cosas no puedo más que quedarme boquiabierta ante el conocimiento de los profesores. Creo que es un gran método para tener los pies en la tierra eso de vivir constantemente que todos somos ignorantes, aunque no todos ignoremos las mismas cosas. Creo también que es un gran método para ser una persona feliz, más completa en la conciencia de nuestra infinita incompletud.

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Ser adulta y aprender algo de forma conciente y calculada es para mí una gran novedad; creo que estoy muy acostumbrada a tener prisa, a aprender a chingadazos, e incluso a no aprender demasiado. Quizás esto tenga que ver con el mundo en que vivimos, en el que todo sucede al instante. Como dice Szymborska:

Mal preparada para el honor de vivir,
apenas si aguanto el ritmo de la acción impuesto.
Improviso, aunque aborrezco la improvisación.
Tropiezo a cada paso con el desconocimiento de las cosas.
Mi forma de ser huele a provincial.
Mis instintos son los de un aficionado.
El miedo escénico, como justificación, me humilla
mucho más.
Siento como crueles las circunstancias atenuantes.
Imposible retirar palabras y reflejos,
las estrellas no contadas,
el carácter, abrigo abotonado sobre la marcha;
he aquí los lamentables resultados de estas prisas

¿Qué tal si pudiéramos trabajar en que el carácter no fuera un abrigo abotonado sobre la marcha? ¿qué tal si estos actores que somos pudieran realizar acciones autoreferidas para mejorar el performance? ¿qué tal si - después de todo y como han sugerido tantas filosofías disímiles – es nuestra responsabilidad trabajar sobre la humanidad que nos ha sido concedida? Podría ser. Ahora sólo falta que me ponga cósmica y ya la hicimos.




viernes, 11 de octubre de 2013

El destino deslavable (una reseña que no es reseña sobre un libro de una autora que nadie conoce en México, yeah!)

Probablemente ya he explicado que conocí la escritura de Angélica Gorodischer gracias a una gozosa coincidencia que tiene que ver con la Coyoacana, tuíter, y los meses de escritura de tesis. Desde entonces he lamentado muchísimo que sus libros no se vendan en México, pobres de nosotros – pienso – tan atiborrados de las novedades de Ángeles Mastretta y Elena Poniatowska, y tan ajenos e ignorantes de una de las pocas mujeres latinoamericanas que escribe ciencia ficción.

Todo parece indicar entonces que los afectos y los amigos serán elementos que estarán vinculados siempre a este gusto mío de leer a la Gorodischer: el primer libro de ella que tuve en mis manos fue un préstamo del querido R., mientras que este año me llegó en una travesía La Plata – Köln – D.F. un cargamento de dos novelitas de la querida autora argentina.

Las señoras de la calle Brenner fue mi lectura de fin de semana (supongo que hay pocos placeres comparables con la idea ficticia de ‘no tengo nada qué hacer’, con la soledad creada y defendida de instalarse frente a un libro toda la tarde, con el personalísimo placer de construir formas de amistarse con una misma). La estructura es sencilla: hay tres voces intercaladas que funcionan como algo totalmente paralelo en la primera mitad: por una parte una historia que tiene que ver con una destrucción total de una ciudad y dos mujeres sobrevivientes que se encuentran después del desastre (madre e hija de ahí en delante); la segunda voz es en primera persona: una chica restauradora de arte cuenta y describe su amor por la belleza; la tercera voz son notas impersonales sobre la obra del pintor Félix Ziem.

Al principio es un poco desconcertante esta especie de tres historias inconexas, aunque (quizás demasiado predeciblemente) más o menos a la mitad es un poco obvia la forma en que van a conectarse. Esto, sin embargo, no le resta interés pues entonces se intuye claramente que los tres hilos conductores más bien son flechas que apuntan a la escena final. Y en esto se encuentra la paradoja disfrutable del tema que Gorodischer plantea en esta novela: por una parte la imposibilidad de un destino fijo e inamovible, por otra parte la escena final hacia la que todo - parecía -apuntar. Así lo afirma uno de los personajes: “Lo que realmente importa es que hay, como quizás lo haya en todas las vidas de todas las gentes que pueblan este mundo, un episodio, una crisis, un punto culminante que permite, si una tiene el coraje de enfrentarlo, dar un sentido claro y preciso a toda la vida pasada”. Sin embargo, ese mismo personaje había declarado antes que “el destino no se decide de un plumazo: se decide hoy y se vuelve a decidir mañana y el mes que viene y cuando una hace el amor por vez primera y en la hora de la muerte y siempre”.


Esta tensión tan básica, tan humana, esta permanente duda de si estamos predestinados para algo, si habrá una escena que sea el clímax de todas las que la precedieron, o de si, por el contrario, esto se trata sólo de sonido y furia cuyo significado es nada, es el nada menor tema al que Gorodischer le entra con la simpleza de las fábulas y las grandes verdades. Es gracioso que la conclusión del libro yo la encuentre (ni más ni menos) en las palabras de Patti Smith: “life is an adventure of our  own design intersected by fate and a series of lucky and unlucky accidents”.

Hay quien dice también que las buenas historias se empiezan a contar por el final, porque de otra forma se ven como decisiones lógicas lo que en realidad fue producto del omnipotente azar. En Las señoras de la calle Brenner disfruté esta problematización del tiempo y con ello de eso que llamamos destino; la Gorodischer, tan simple y tan complicada, no podía hablar de esto con una historia lineal, sino que tenía que enredarlo todo con pasadosfuturospresentes, con la vertiginosa posibilidad de incansable transformación, y con la apacible esperanza de que quizás, al final, la certeza se concrete en algo tan real y tan cotidiano como un llanto despertándonos en la madrugada, un cuerpo respirando a nuestro lado, un boleto de avión, un cuadro colgado en la pared.


lunes, 7 de octubre de 2013

¿Para qué nos sirve leer? (la pregunta del millón)

Algunas notas sobre la lectura en México (o algo así) 


La semana antepasada fui a cumplir con mis compromisos laborales (vaya!) que consistieron en ir a una presentación de los resultados de la encuesta nacional de lectura en México durante el 2012. Los datos son absolutamente deprimentes (no en balde el título de la conferencia fue “De la penumbra a la oscuridad…”).

Los mexicanos identifican la lectura con una actividad meramente escolar, por lo que a partir de cierto rango de edad (es decir, cuando se termina la universidad) disminuye drásticamente el tiempo que pasan frente a los libros. Habría que señalar aquí otro de los fallos de nuestro lamentable sistema educativo: no se están formando lectores autónomos. Docentes que no dejamos sembradas dudas o curiosidades en nuestros estudiantes, que los acostumbramos a leer para pasar el examen pero no a considerar esa actividad como una práctica cotidiana. Desesperanzador.

Otro dato que anoté: sólo el 46.2% de los encuestados respondieron estar leyendo algún libro. Para más de la mitad de los mexicanos leer es una actividad exótica y ajena. No sorprende entonces que el 34% haya respondido, de plano, que “no me gusta leer”.

Más reflejos de la penumbra: sólo en el 15% de los hogares mexicanos hay más de 30 libros que no sean libros de texto. En el 56% hay hasta 10. Es decir, en más de la mitad de las casas mexicanas hay menos libros de los que yo me compro en cualquier FIL. Lo triste de eso es, otra vez, esta idea de los libros y de la lectura como algo no familiar, una cosa ajena, que se sale de la norma.

Ya sé que aquí podríamos hablar también de lo caros que se han puesto los libros últimamente, pero bueno, vaya, yo creo que no es esa la razón de esta ausencia de libreros y bibliotecas (aunque sea con traducciones humildes de la editorial Tomo)  dentro de nuestros espacios íntimos.

El proyecto en el que estoy participando y por el que tuve que ir a esa conferencia es sobre promoción de la lectura en estudiantes de EMS. Los lineamientos que nos han dado desde la parte institucional reflejan una visión de la lectura que tampoco me encanta: una cosa meramente instrumental. Los estudiantes tienen que leer para que sean buenos profesionistas, o para que sean más competitivos, o para que sean más emprendedores, o para que se droguen menos, o para que no entren a las pandillas (¿eh?).

Mi grupo de trabajo son docentes de EMS. Al principio siempre hay una sesión en la que platicamos con ellos sobre la lectura y bla, bla, bla, para tratar de comprometerlos con el proyecto. Los profes expresan opiniones sobre la lectura que tampoco me encantan: la lectura nos hace felices, nos hace ser mejores personas, una persona culta es una persona feliz y realizada, etc., etc. Es decir, una visión totalmente romántica e idealizada de los libros.

Honestamente, yo no creo que leer nos haga mejores personas, ni más felices, ni más empáticas, ni mejores ciudadanos. No sé bien qué respondería si alguien me preguntara que ¿para qué te ha servido leer en la vida? A lo mejor el chiste está, otra vez, en las respuestas en negativo. No hay que decirle a la gente que ‘tienes que leer para ______’, sino más bien sugerirles que si no leen hay una serie de emociones – ideas – pensamientos que van a quedar fuera de su mundo. Es decir, no plantear para qué sí nos sirve leer, sino qué cosas y posibilidades estamos eliminando si no leemos.

Funcionamos con base en ideas, somos sujetos semióticos que todo el tiempo estamos interpretando la realidad. No estoy diciendo que alguien que no lea no pueda hacer esto, repito, todos funcionamos de esa forma. Así que entonces habría que preguntarnos de dónde tomamos esas ideas (que a la vez interpretamos y resignificamos). De las conversaciones, de la televisión, de lo que nos dice el sacerdote o el astrólogo. Y de los libros, claro. Mi punto es ése, nomás, que no quiere decir que interpretaremos ‘mejor’ la realidad, o que tendremos más ideas, o que éstas serán más lindas; únicamente que, si no se lee, nos cerramos una fuente de sentidos posibles.

Otra vez una frase de Birulés:

“De nuevo podemos recurrir a las palabras de Arendt cuando escribe que ‘esperar que la verdad surja del pensamiento supone confundir la necesidad de pensar con el ansia de conocer’. Pensar es, pues, distinto del conocer y del obrar. El pensamiento, a diferencia del conocimiento, no nos ofrece certezas supuestamente definitivas ni verdades universales, sino, en todo caso, significado, sentido”.

Para eso nos sirve leer, creo, para producir sentido y eso es ya mucho decir en este país. 

lunes, 23 de septiembre de 2013

Posibles formas de la igualdad

con dedicatoria

Creo poder identificar con relativa facilidad quién de mis amigos es el que me admira más. El sentimiento es mutuo; durante nuestros estudios compartidos hubo muy pocos ensayos finales que entregáramos sin que el otro los hubiera leído y comentado antes. Después llegó un momento en el que casi cualquier tema de política teníamos que discutirlo para saber bien a bien qué pensábamos al respecto. Por supuesto, no siempre estábamos de acuerdo en nuestras posturas, pero hablarlo con el otro era un paso necesario para aclarar nuestras propias ideas individuales.

Hace no tanto tiempo estaba tomándome un café con él y discutiendo sobre las elecciones en Ecuador. En medio de mi speech sobre algo, él tuvo algo así como un momento de iluminación y me interrumpió para decirme que “me acabo de dar cuenta de que si hubiéramos nacido hace 100 años yo podría seguir siendo el militante que soy, y tú, a tus 28, estarías cuidando a tus por lo menos seis hijos. Eso hubiera sido muy cabrón para los dos”. Hizo un gesto raro (como de sorpresa y ternura al mismo tiempo) y se levantó a pedir más café.

A mí, por alguna razón, me pareció algo así como un halago y una forma rápida de convencer a mis amigos varones de por qué nos importa tanto el tema de la igualdad de género: ¿te gusta platicar conmigo de política? Bueno, hace 100 años no hubiéramos podido hacerlo. Lo mismo con literatura, cine, música: ¿te gusta que vayamos juntos a los conciertos de lo que sea? A mi también, pero hace 100 años no hubiéramos podido.

Evidentemente, este impedimento para la amistad hubiera provenido de por lo menos dos factores: el primero sería que yo, en efecto, no tendría muchos temas de conversación con ellos si suponemos que cada cual hubiera seguido el destino de la época. ¿De qué podríamos hablar con interés si yo me dedicaría a algo considerado tan trivial como el espacio doméstico? La otra cosa es que una serie de limitaciones se alzarían no sólo ante el interés de cultivar una amistad entre personas de diferente sexo, sino ante la realización práctica de esto.

Esto me lleva a que en las últimas décadas ha habido un avance considerable para salvar el primer obstáculo: ahora compartimos más espacios, tenemos en común muchos más temas de conversación, de intereses, de pasiones. En ocasiones compartimos aulas o espacios laborales, lo que quizás ha propiciado (o permitido) que florezca entre nosotros la admiración, el respeto por las opiniones de un igual. No me refiero únicamente a que nosotras hayamos entrado en temas antes considerados masculinos (la política, la ciencia) porque creo que el proceso ha sido de los dos lados (y ahora es común y agradable platicar con ellos de sus experiencias de paternidad, por ejemplo).

En cuanto al segundo obstáculo creo que, aunque hemos avanzado, todavía nos falta ser concientes de los alcances de esto y decidir hasta dónde queremos darle entrada. Me refiero a que entre nosotros, adultos jóvenes, la figura del amigo – amiga quizás sea todavía algo nuevo ante lo que no tenemos muy claro cómo reaccionar. Yo me considero muy afortunada por tener amigos que viven en parejas establecidas (con o sin hijos, con o sin mascotas) y que, de tanto en tanto, hacen espacio en sus agendas para comer – desayunar – ir por un café conmigo con o sin sus parejas.

Pienso en las generaciones que nos precedieron (mis padres, mis abuelos) y no encuentro demasiados ejemplos de este tipo de relación. Mis padres habrán tenido, cuando mucho, un par de amigos (parejas) con los que convivir. Mi mamá es una asidua clienta de los cafés, pero siempre va acompañada de amigas, mujeres.

Y, evidentemente, en mi propia generación he encontrado los típicos prejuicios ante estas formas de interacción. ¿Por qué mi novio necesitaría salir a solas con otra mujer cuando me tiene a mí para intercambiar opiniones, reflexiones y conocer cafés? ¿no es eso acaso un síntoma de mi incapacidad para satisfacer sus necesidades? ¿no será que si quiere salir con ella es porque tiene un interés inapropiado?

Pienso que la respuesta es que, en efecto, sería bueno que todos reconociéramos nuestra incompletud y nuestra incapacidad para satisfacer de forma total al otro. Al mismo tiempo, creo que la posibilidad abierta por el contexto histórico de conservar una amistad hombre – mujer a través de los años y de las variaciones en los contextos personales debería ser vista más  como una conquista que como un recordatorio de nuestras inseguridades. Probablemente estamos ante una nueva figura histórica (la amiga) que podría cambiar, definitivamente para bien, el mundo en que habitamos.


martes, 17 de septiembre de 2013

Del griego “comprensión simultánea”

Hace tres años viví un año completo en una habitación de coyoacán. En esos arreglos de vivienda extrañísimos de esta ciudad, tres familias diferentes compartíamos un departamento no tan grande. Yo vivía en la habitación con baño, en la habitación de al lado vivía una pareja de franceses, y en lo que sería la sala – comedor vivía una señora bastante transtornada que juraba ser artista y que tenía desplantes emocionales algo alarmantes.

En mi habitación había una ventana muy grande que daba a una especie de cubo que separaba los departamentos pares de los impares. Las ventanas de todos los departamentos comunicaban con el mismo espacio gris, lleno de ruido de lavadoras y de olores a suavitel. Y, en esas formas de interacción no buscadas (que esta ciudad es experta en propiciar), los sonidos también circulaban libremente entre nuestros espacios cotidianos.

En el departamento de abajo vivía una pareja de alrededor de 60 años, los dos del D.F. Él era músico, ella profesora. Eran grandes amigos: todos los días se levantaban a tomar el desayuno juntos y tenían las pláticas más ordinarias y más sabrosas del mundo. Se reían mucho. Él cantaba y lavaba los trastes casi a diario. Hablaban de política, de su hijo, del clima, de los planes del fin de semana. Luego ella se iba, él se quedaba un rato y después salía también. Regresaban ambos hasta en la noche.

Suena muy freak que yo estuviera al tanto de sus rutinas. Quizás debo decir en mi defensa que no lo busqué: las ventanas abiertas de nuestros departamentos eran la entrada perfecta a las vidas de los otros.

En este país hay algunas instituciones educativas que piensan que es positivo (o por lo menos buen indicador de la calidad) que los alumnos sufran el proceso de escritura de tesis. Así que durante ese año en coyoacán estuve padeciendo dichos estándares: leía todo el día, trataba de escribir también todo el día, me angustiaba mucho, me desvelaba mucho, comía mal, empecé a fumar. Pasaba demasiado tiempo sola.

Y en esos doce meses, mi única rutina estable fue desayunar escuchando la conversación del departamento 3. Además de que me recordaban a mis papás, escuchándolos sentía que el mundo seguía ahí, firme, dando vueltas: debajo de mi departamento vivía una pareja de compañeros que comentaban las noticias, se reían y se despedían con un beso todos los días. La vida era más que estarme jugando un título de maestría por una discusión tan irreal como si las mujeres existen o no. Esa vida mía, en ese momento tan brumosa, no era más que un paréntesis.

Es extraño decir que los recuerdo con mucho afecto. Fue extraño también que el día de mi mudanza pasé a despedirme de ellos. Dentro de mi habitación había una maceta de talavera con una plantita que cuidé mucho; no la subí al camión porque pensaba llevarla en mis brazos hasta el nuevo lugar. Pero cuando pasé por el departamento tres, impulsiva como soy, toqué la puerta. Me abrió ella, me aguanté la pena mayúscula de estar frente a alguien que jamás me había visto aunque yo supiera tantas cosas sobre su vida. Le dije que ‘soy la vecina del 5 pero me estoy cambiando de casa, le quería regalar esta planta’. Ella me vio con extrañeza, luego sonrío, me dio las gracias, me dijo que le gustaban mucho las plantas y que la iba a cuidar mucho; me invitó un café. Yo le dije que no podía así que sólo me despedí con un abrazo muy largo y muy sincero.

Es una de mis tantas historias freaks, pero a Emilia le divirtió muchísimo cuando se la conté en las vacaciones pasadas. Recordar a esa pareja me hizo pensar en las formas de convivencia que las ciudades permiten o prohíben, y en la forma en que nuestra humanidad reacciona ante esas otras vidas que nos rodean. Gilligan llega al extremo de afirmar que los seres humanos no ‘vivimos’ en relación, sino que ‘somos’ relación. Sólo somos a través de los otros, ningún círculo cerrado sino miles de interconexiones que forman algo así como una figura difusa llamada identidad. A mí ellos, sin saberlo, me hicieron mucho bien en ese tiempo. Como ahora, sin saberlo, hay quienes con sus abiertas ventanas virtuales me hacen mucho mal.

La metáfora de la ventana es perfecta; lo que comunicamos a través de ellas de ida y vuelta. Los que vemos y los que somos vistos. Nuestra pequeña e infinita humanidad. Sinécdoque.


miércoles, 28 de agosto de 2013

Cats do not go to heaven

“…and I thought of that old gentleman, who is dead now, but was a bishop, I think, who declared that it was impossible for any woman, past, present, or to come, to have the genious of Shakespeare. He wrote to the papers about it. He also told a lady who applied to him for information that cats do not as a matter of fact go to heaven, though they have, he added, souls of a sort (…) Cats do not go to heaven. Women cannot write the plays of Shakespeare” (Virginia Woolf)

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El ejercicio del número de agosto de Letras Libres trata de lo siguiente: en 1945 Agustín Yáñez hizo una encuesta sobre los ‘libros fundamentales de nuestra época’, que más tarde publicó en forma de libro; la citada revista decidió repetirla y solicitarle a varios colaboradores  y colaboradoras que hicieran una lista de los libros que consideraran más influyentes o representativos de su época. Hubo quienes concientemente decidieron hablar a nombre de sus generaciones, mientras que otros fueron más modestos y hablaron desde el gusto casi estrictamente personal.

Christopher Domínguez Michael escribe una introducción a las listas en la que analiza éstas como datos. Más que discutir si en efecto ‘Esperando a Godot’ es un libro representativo o influyente de nuestra época, lo que hace es (muy a la Bourdieu) tomar las listas de obras propuestas por los intelectuales encuestados como fuentes para problematizar los temas, autores y grandes influencias que conformarían (siempre desde el punto de vista de los colaboradores) la fotografía de algo así como el estado de las cosas del contexto actual. Así, por ejemplo, concluye que “el tema de nuestra época, moral y político y hasta literario, sigue siendo la experiencia totalitaria del siglo XX”.  Este análisis se ve enriquecido cuando se contrasta con el resultado de Yáñez y se presenta la siguiente tablita comparativa entre ambos

1945, obras más mencionadas:
* El significado de la relatividad, de Albert Einstein
* La evolución creadora, de Henri Bergson
* El capital, de Karl Marx
* La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler
* Investigaciones lógicas, de Edmund Husserl

2013, obras más mencionadas:
* 2666, de Roberto Bolaño
* Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
* La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa
* 1984, de George Orwell
* Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsyn

Aunque el ejercicio de imaginar fotografías literarias de ambas épocas es altamente disfrutable, mi habitus de la sospecha me hizo darme cuenta de una ausencia escandalosa en ambas listas, cosa que (evidentemente) no aparece mencionada en la nota introductoria. Es cierto que muchas cosas han cambiado entre 1945 y 2013, pero hay sin embargo una dolorosa constante: no hay ni una sola mujer entras los autores más mencionados, y tampoco hay ni una sola obra de autoría femenina entre las obras más mencionadas.

No tengo la lista del 45, pero en la publicada en Letras Libres se mencionan en total 255 libros, de los que sólo 17 fueron escritos por mujeres. Esto representa algo así como el 7 por ciento. De tal forma que, prosiguiendo con el ejercicio propuesto por Domínguez Michael de tomar las listas como datos, podemos concluir que durante el siglo XX la gran constante ha sido que las mujeres tenemos poco (o casi nada) que decir, o bien, y en congruencia con la propuesta del análisis, que lo que hemos dicho ha tenido poco (o casi nulo) eco en la configuración de ‘nuestra época’.

De aquí se desprenden dos posibles líneas de reflexión o de hipótesis. La primera de ellas es que, en efecto, durante el siglo XX las mujeres han producido cosas irrelevantes históricamente. Ninguna sola obra que pudiera compararse con el 2666 de Bolaño, por decir algo. De esta suposición podríamos extraer algunos cuestionamientos urgentes hacia el mundo de las letras ¿por qué las mujeres producen cosas de menor calidad o influencia? ¿es que ellas entran menos a los círculos de creación? ¿es que quizás hay sesgos en las editoriales? ¿es que, de plano, cats do not go to heaven, así que no importa que en los talleres y escuelas de literatura haya casi un 50 – 50, porque el caso es que, bueno, you know, cats do not go to heaven?

La segunda línea de reflexión (que particularmente me parece más rica) es asumir que, en efecto, hay mujeres produciendo pensamiento de la misma influencia o relevancia que las obras mencionadas pero que, por alguna extraña razón, no figuran en las listas. Es decir, que a los y las intelectuales incluidos en las encuestas de LL, por alguna razón (no) incomprensible, se les ‘pasó’ incluir algunos nombres femeninos.

Creo que cualquier ruta de discusión que se tome es por demás interesante,  pero lo que me parece que no podemos dejar de señalar es eso: nuestras voces, mujeres, han sido poco relevantes durante el siglo XX. Y aún más, esa ausencia es sólo percibida por nosotras las feministas, porque a la banda de la editorial francamente le tiene sin cuidado.

No me malinterpreten, no estoy sugiriendo el ejercicio absurdo de encuestar a personalidades y pedirles que cumplan con cuotas de género en sus listas. Lo único que estoy diciendo es que me parece por demás extraño (por demás sesgado, por demás indignante) que se mencione “La era del vacío” de Lipovetsky (por dios, ¿en serio? ¿Lipovetsky?) y se omita de manera total ‘El segundo sexo’, de Simone de Beauvoir.

Domínguez Michael concluye que la experiencia totalitaria es el signo innegable de nuestra época. Raro entonces que nadie haya mencionado a Herta Muller o Doris Lessing, autoras que incesantemente han reflexionado sobre lo que la experiencia soviética legó a nuestra confundida humanidad.

En las listas se aprecia también el interés por literatura escrita por sujetos sociales ‘subalternos’. En ese caso, no deja de sorprenderme, otra vez, que nadie se haya acordado de Toni Morrison, esa grande de la literatura negra a la que algunos atribuyen el así llamado ‘renacimiento de Harlem’.

Puedo seguir y mencionar, por ejemplo, que me parece rarísimo que nadie conciba a Marguerite Yourcenar como una de las grandes autoras de las últimas décadas. Lo mismo diría sobre literatura latinoamericana: mucho Octavio Paz, ni una sola mención de Rosario Castellanos; mucho José Emilio Pacheco, nada de Elena Garro, ni de Alfonsina Storni, ni de Gabriela Mistral.

La lista, larga y controversial, podría prolongarse, pero supongo que esto no se trata de ‘a ver quién menciona más nombres’.

Pienso, por ejemplo, en lo político del acto de nombrar (o no). Nombrarlas, decirlas, hacerlas visibles. Pienso también que casi cualquier feminista interrogada sobre ‘las 10 obras más influyentes del último siglo’ mencionaría que ‘El segundo sexo’ está entre ellas. Esto me lleva a la conclusión de siempre: que parece que la sociedad se empeña por hacer que la historia de las mujeres (y de sus conquistas, discusiones, luchas y demás) aparezca como paralela a La Historia de La Humanidad, sin tocarse nunca. Es casi como si todo el tiempo nos dijeran que ‘el género, los cuestionamientos desde el feminismo a la política, a los cánones literarios, a la academia, etc.’ fueran temas de interés opcional, relegados constantemente a aquellas muchachas excéntricas que se matriculan en los programas de “investigación con perspectiva de género”. ¡Pero no hay nada más falso que esto! Porque creo (y pueden estar de acuerdo o no) que las relaciones entre los sexos es la forma básica de las relaciones de poder y, por ende, de las relaciones políticas. ¿Cómo entonces explicar ‘nuestra época’ sin hacer una mínima referencia a las profundas transformaciones que en este sentido ha vivido nuestra generación?

También recuerdo los prejuicios que yo misma sostuve en el tema de la literatura escrita por mujeres. Hubo un tiempo en que afirmé que “me dan hueva las escritoras porque todas escriben sensibleramente como Ángeles Mastreta o Marcela Serrano”; la cosa es, claro, que esa hipótesis se me cayó tan pronto leí a Elfriede Jelinek, esa verdadera dominatrix del lenguaje. Leer a mujeres se convirtió entonces en un ejercicio conciente que me llevó a buscar por todos lados recomendaciones y préstamos y etc.  Pero, eso, tuvo que ser una búsqueda y esto no deja de ser otra vez un dato: ¿por qué carajos cuesta tanto ver – leer a las mujeres escritoras (que no escriban novelas rosas)?

  Algo tendríamos que hacer para cambiar estas constantes, para darle la vuelta, por fin y para siempre, a la idea explícita o no de que estamos y estaremos en un escaño inferior (en política, producción literaria, producción académica, etc.) porque, eso, ‘cats do not go to heaven’.



lunes, 26 de agosto de 2013

Vimos Macbeth en El Milagro y así nos fue...

Decidimos ir al teatro El Milagro para ver Macbeth, protagonizada por Giménez Cacho y Laura Almela. Pese a que llegamos una hora antes de la función ya no había boletos disponibles. Pongo cara de tristeza antes de que el taquillero me ofrezca una sonrisa y una disculpa “lo que pasa es que muchas personas hacen reservación en línea”. Luego pongo cara de asombro ¿cómo que se puede hacer reservación en línea? ¿así nada más mando un correo y me apartan boletos? La sencillez de la opción y por tanto la gravedad de mi descuido me hacen soltar una carcajada que el taquillero interpreta como un gesto de amistad. Si quieres te anoto en una lista de espera, serías la primera – ofrece como consuelo - Mientras tanto te puedes tomar una cerveza. Volteo a ver a mi acompañante, decimos que ‘pues va’ y nos encaminamos a la barra.

No nos queda más remedio que pedir dos Indio y hablar para matar la espera. La plática va desde los detalles más intrascendentes del mundo (pero qué pinche fea cerveza es la Indio) hasta el tema de Macbeth (¿tú crees que es una reinterpretación del Génesis? En todo caso creo que Shakespeare era igual de misógino que Moisés, ¿no?). Nos preguntamos cómo será la obra puesto que sólo hay dos actores en escena, ¿será una reinterpretación de la tragedia o será literal? Literal está cabrón – dice él – porque en la obra hay un chingo de personajes. Pues sí, digo yo, estaría muy complicado. Te apuesto las chelas a que no es literal. Te apuesto la cena a que no alcanzamos boleto.

Para pesar de mi bolsillo pero alivio de que el plan de sábado por la noche estaba más o menos a salvo, alcanzamos un par de asientos juntos. ‘El que persevera alcanza’ me dice el taquillero guiñándome el ojo (¿te estaba coqueteando el de los boletos? – pregunta él – y yo digo que a lo mejor, porque honestamente con esta minifalda se me ven unas piernotas, ejem).

Nunca había entrado al teatro, que más bien es como un galerón inmenso con tan sólo 47 asientos alrededor. Antes de dar la segunda llamada nos advierten que la obra dura dos horas y no tiene intermedio: si quieren ir al baño, éste es el momento.

Cuando los obedientes de la sugerencia regresan, dan la tercera llamada y empieza la función. Giménez Cacho y Laura Almela salen al escenario con un vestuario que parece concientemente un No – vestuario: pantalones oscuros y viejos, camisas oscuras y manchadas de pintura, botas de soldado. Se apagan las luces, el sonido y la oscuridad lo llenan todo mientras ellos empiezan a decir las primeras frases del aclamado libreto ‘¿cuándo volveremos a encontrarnos?’ exclaman una y otra vez mientras dan vueltas por todo el escenario. La entrada es espectacular – pienso – la música, la oscuridad casi absoluta, y sentir la presencia de ellos a escasos centímetros de nuestros asientos mientras recorren la sala repitiendo las enigmáticas líneas.

Lo que  sigue es una puesta en escena súper ambiciosa: los actores (él y ella) se echan todo Macbeth (sí, casi literal) encarnando a un chingo de personajes. Al principio es un poco confuso entender los ‘switches’ instantáneos de escenas, tiempos y voces, pero una vez que le agarras la onda la obra va, absorbente y hermosa como es.

No hay ninguna escenografía (excepto un par de velas en unas cuantas escenas), el único recurso de toda la obra son los actores y el sonido. El resultado es una cosa impactante. Un desborde, un exceso. A los 40 minutos el esfuerzo físico de correr, trotar, golpearse, repetir líneas, hacer cambios de voz y arrastrarse bajo los asientos es palpable y visible a través de las camisas, el cabello y los rostros empapados de sudor. No hay intermedios, no hay pausas. Ellos dos solos interpretan, reinterpretan, salen por un lado y aparecen por el otro, gritan, lloran, se paran enfrente de  ti a repetir sus diálogos: llenan de manera total el espacio, cubren con creces todas las expectativas.

Cuando termina la obra creo que hasta yo me siento cansada. Nunca en toda mi vida había visto tanto alarde de actuación, tanta declaración de ‘miren todo lo que podemos hacer con casi nada, excepto años y años y años de talento cultivado’. Los aplausos del público se prolongan por varios minutos, ellos salen tres veces a agradecerlos.

Él y yo salimos un poco consternados: qué cabrón, ¿no? Cuánto derroche, cuánto lujo. Al final duró más de dos horas, así que caminamos un rato en la noche fresca hablando de lo que acabamos de ver.

Él me cuenta que cuando estaba en la preparatoria se aprendió de memoria las líneas ésas de ‘tomorrow, tomorrow, tomorrow’. Me repite un fragmento en español: ‘el mundo es un cuento absurdo contado por un idiota lleno de sonido y furia cuyo significado es nada’. Yo lo veo – otra vez con asombro -  y me pregunto de dónde mierdas habrá salido este acompañante vestido con una playera de chicles Trident (de la que me burlé hasta el cansancio en el trayecto) que así de la nada se pone a contarme que a los 17 años se entretenía tratando de aprenderse líneas de Shakespeare. Es una locura.

Yo, por mi parte, me detengo en el verbo alardear.  Pienso en el regalo que esto significa cuando se trata de algo legítimo. ¿Pero cómo sería legítimo, dónde trazarías la línea? – me pregunta él - .  No sé – contesto- , supongo que porque es demasiado visible que hay algo que respalda el ejercicio de ostentación, un talento trabajado y, además, puesto a prueba.

Aunque de antemano se sepa que la prueba puede ser vencida favorablemente, creo que si no tuviera este componente de reto el alarde sería mera presunción. Quizás le estoy atribuyendo características que no necesariamente tiene, pero me imagino al genio que sabe que es un genio y que, sin embargo, se pone un reto nada más para ver hasta dónde puede llegar. A veces se fracasa estrepitosamente en el experimento, pero también a veces la prueba se convierte en un alarde de las habilidades del artista (o el deportista, ya que estamos...), y entonces es algo tan emocionante y tan hermoso como ver a los campeones de ajedrez en un torneo, jugándose el talento por el mero placer de estirar la cuerda hasta que se rompa, y también un poco hasta que la locura sople su aliento sobre las nucas de los afortunados testigos.




Sal con una chica que lee - sal con una chica que no lee

De tanto en tanto se vuelve a poner de moda en mi fb el artículo ése de “Sal con una chica que lee / sal con una chica que no lee”; ahora hasta tiene su secuela llamada (creativamente) “sal con una chica que escribe – que no escribe”. Artículos cursis y empalagosos que hacen que mis amigas intelectuales (you know: que leen y escriben) los pongan en sus muros, como si alguien les hubiera leído el pensamiento.

Predeciblemente, los artículos ésos son un hit entre mis amigas, chicas, y menos o casi nada entre mis amigos. Mi hipótesis es que mis amigas que leen se ven proyectadas y quisieran que alguien dijera ‘justo eso’ de ellas. Ellas, hombre, las que leyendo están desafiando todas las normas impuestas a su género, las mujeres que saben latín, las que además escriben poesía y cuentos… ellas, que además de todo no sólo están cuestionando los papeles asignados a su sexo sino que, por si fuera poco, son chicas con las que vale la pena salir. No, no sólo ‘vale la pena salir’, sino que ‘vale más la pena salir’ con ellas que con una de las que no leen, de las pasivas, de las que siguen a pie juntillas los consejos de la revista Tú y Cosmopolitan. Puras fantasías y pendejadas del estilo retomadas por el autor – autora de esos textos. Miren si no:

Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel.

O sea, básicamente, las chicas que leen son complicadas y todo un enigma y un misterio y no mames, pero valen la pena porque las chicas que no leen son ignorantes y vacías y se conforman con una vida plana en la que lo máximo es que les compres una camioneta del año para llevar a los niños al colegio.

Un poco pues… qué les puedo decir, un poco plana la explicación que además pretende ser un halago, que además mis amigas listas ponen en sus facebooks.

Me da ternura porque me reconozco en ellas… a los 18 años, claro. Todas en el fondo de nuestro corazón hemos querido pensar alguna vez que los hombres nos dejan porque su mentecilla machista no sabe qué hacer con una mujer que piensa. Entonces sí, seguro que nos cambian por las otras, las que no leen, a las que pueden conquistar con “flores, chocolates y frases cursis”. No es que nos dejen o no nos quieran porque somos fastidiosas, desnalgadas, demandantes, dominantes, o porque sencillamente el fulanito en cuestión no tiene ánimos ni interés de iniciar una relación con nosotras. No. Seguro es porque nos tienen miedo, porque ven amenazada su masculinidad, porque no están acostumbrados a tener un mujerón enfrente.

Las mujeres que piensan creen (por alguna extraña razón) que también son ‘las mujeres que saben volar’ que todos los Girondos y los Oliveiras andan buscando para complementar sus vidas. Ay amiguitas, ¿qué voy a hacer con ustedes?

La otra clásica es que las ‘mujeres que piensan’ también son muy complicadas y conflictuadas porque – you know – piensan, entonces pues no son cualquier galana de televisa. Pero el artículo es un hit justo porque el autor parece dar el consejo de ‘hey dude, son complicadas pero fascinantes a la vez’.  Perdonen ustedes las molestias, al final valdrá la pena. Si por lo menos dijera que ‘las mujeres que leen también cogen mejor’ me parecería un argumento ligeramente más defendible que andar convenciendo a los de su género de que no les hagan el feo a las ñoñas porque son ‘más retadoras’.

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Lo pienso e inmediatamente mi mente prejuiciosa hace la asociación con las mujeres – que – piensan y que, además, son latinoamericanísimas. En mis muchos años de militancia izquierdista y feminista he conocido a muchísimas de ellas.

Las que leen, tienen criterio, opinan, cuestionan, enfrentan, pero al mismo tiempo dan su vida por las luchas sociales (tienen que ser de izquierda, obvio), se enamoran con intensidad,  son apasionadas, dejan que la vida las despeine, disfrutan y lloran y ríen y bailan y se creen mariposas, o lunas, o estrellas, o aves, o magas, o trapecistas, o no sé qué mierdas más.

Hoy justo comí con una de ellas. Tan intensa, tan comprometida, tan honesta, tan dulce, tan increíblemente transparente que me preguntó si no ‘estaría mal’ el hecho de salir con un chico en el D.F. siendo que tiene una ‘relación virtual’ con un vato que vive en otro país y al que no ha visto en persona más que dos veces en su vida. Me llevó a comer a un lugar por copilco que tiene nombre náhuatl y está decorado con mariposas. Hizo un comentario (obligado) sobre lo bonito del espacio (la luz, las plantas, las mariposas, el café de olla).

O me acuerdo, también, de ME. La primera vez que la ví estaba en la  Biblioteca Iberoamericana, con su cabello desacomodado y su voz increíblemente sexy, diciendo que ‘esta ciudad (el D.F.) es caótica y por eso me seduce’. Casi suelto la carcajada.

O, claro, los status en facebook de C., que siempre anda en ‘vuelos’ y ‘persiguiendo sueños’ y agradeciéndole al novio que ‘haya venido a abrigarle el corazón’.

No las soporto, de verdad. Es decir, personalmente quizás no me desagraden tanto, pero no soporto este ideal de feminidad intenso – sensible – crítico – que piensa y sabe volar. Dios mío, qué horror. Porque, además, andan siempre en busca del hombre que sea ‘lo suficientemente valiente’ como para amarlas. El personaje Angelesmastrettiano que se dé cuenta de que ‘quien florece en la adversidad es las más extraña y bella de todas’ y salga corriendo atrás de ellas.

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Últimamente parece que estoy inconforme con todo (qué raro!). Pienso, por ejemplo, que si soy feminista es en parte porque me rechocan muchos de los atributos que como mujeres nos han impuesto. Por eso me rechocan las chavas que los compran y los siguen.  Uno de estos atributos que me molesta particularmente es la excesiva importancia que tiene para las mujeres el hecho de ‘estar enamoradas’, tener pareja, vivir con alguien (pendiente el post sobre las habitaciones propias).

Tardé mucho en desentrañar por qué me molestaron tanto estos textos (y así terminar este post). La respuesta es que creo que reciclan las pinches dicotomías que tanto nos han jodido la vida. Como cuando entrevisté a mujeres que trabajaban fuera de casa de tiempo completo; muchas de ellas en vez de reconfigurar la identidad a una de mujeres trabajadoras y desde ahí cuestionar la maternidad opresiva (mamás de tiempo completo que subordinan a los hijos y las expectativas familiares los proyectos personales), lo que hacían era precisamente estirar este discurso para validar sus actividades laborales “si yo trabajo no es porque quiera, sino porque tengo hijos a los que les quiero dar lo mejor del mundo”, trabajo pero mi identidad sigue siendo la de madre.

Así, aunque en la práctica se cuestionen estas tareas impuestas, en el discurso se recicla la oposición entre madres – trabajadoras, mujeres buenas – mujeres malas. Con estos textos pasa lo mismo: en vez de que las mujeres que leen y escriben cuestionen desde ahí las dicotomías entrebuenas y malas, lo que hacen es reinscribirlas pero dándoles la vuelta: si antes las ‘malas’ eran las que leían y escribían, ahora las ‘malas’ son las que tienen poca cultura general.

No crean que no sé cuánto duele darse cuenta de que las gerbydrugmas tienen faltas de ortografía pero a cambio se toman fotos sexys saliendo del gimnasio. La cosa es que creo que equivoco el punto cuando pienso en ella (que ‘vale menos’ que yo por ser una inculta, que de seguro ni sabe quién fue Ortega y Gasset, que de seguro está feliz por tener un breadwinner a su lado, etc., etc.). Porque el punto no es ella, el punto es él. Y el punto es que es una tontería reciclar las dicotomías y volver a meternos en ellas voluntariamente, volver a meternos en un discurso en el que una mujer ‘vale la pena’ en función de lo buena pareja que sea. Como esto de ‘valer la pena’ y de ‘buena pareja’ son significantes vacíos, a veces es tentador tratar de llenarlos con características distintas: yo valgo la pena como pareja no porque vaya a ser una gran ama de casa, sino porque soy culta y estoy enamorada de mi trabajo. Suena bien, pero es una trampa porque el corolario sigue siendo el mismo: valgo la pena por mi potencial como pareja.

Tenemos que inventarnos soluciones más creativas que éstas de seguir con los pares, las oposiciones, las casillas que – lo digo de verdad y quizás un día me anime a contar por qué – tanto daño nos han hecho.