lunes, 26 de agosto de 2013

Vimos Macbeth en El Milagro y así nos fue...

Decidimos ir al teatro El Milagro para ver Macbeth, protagonizada por Giménez Cacho y Laura Almela. Pese a que llegamos una hora antes de la función ya no había boletos disponibles. Pongo cara de tristeza antes de que el taquillero me ofrezca una sonrisa y una disculpa “lo que pasa es que muchas personas hacen reservación en línea”. Luego pongo cara de asombro ¿cómo que se puede hacer reservación en línea? ¿así nada más mando un correo y me apartan boletos? La sencillez de la opción y por tanto la gravedad de mi descuido me hacen soltar una carcajada que el taquillero interpreta como un gesto de amistad. Si quieres te anoto en una lista de espera, serías la primera – ofrece como consuelo - Mientras tanto te puedes tomar una cerveza. Volteo a ver a mi acompañante, decimos que ‘pues va’ y nos encaminamos a la barra.

No nos queda más remedio que pedir dos Indio y hablar para matar la espera. La plática va desde los detalles más intrascendentes del mundo (pero qué pinche fea cerveza es la Indio) hasta el tema de Macbeth (¿tú crees que es una reinterpretación del Génesis? En todo caso creo que Shakespeare era igual de misógino que Moisés, ¿no?). Nos preguntamos cómo será la obra puesto que sólo hay dos actores en escena, ¿será una reinterpretación de la tragedia o será literal? Literal está cabrón – dice él – porque en la obra hay un chingo de personajes. Pues sí, digo yo, estaría muy complicado. Te apuesto las chelas a que no es literal. Te apuesto la cena a que no alcanzamos boleto.

Para pesar de mi bolsillo pero alivio de que el plan de sábado por la noche estaba más o menos a salvo, alcanzamos un par de asientos juntos. ‘El que persevera alcanza’ me dice el taquillero guiñándome el ojo (¿te estaba coqueteando el de los boletos? – pregunta él – y yo digo que a lo mejor, porque honestamente con esta minifalda se me ven unas piernotas, ejem).

Nunca había entrado al teatro, que más bien es como un galerón inmenso con tan sólo 47 asientos alrededor. Antes de dar la segunda llamada nos advierten que la obra dura dos horas y no tiene intermedio: si quieren ir al baño, éste es el momento.

Cuando los obedientes de la sugerencia regresan, dan la tercera llamada y empieza la función. Giménez Cacho y Laura Almela salen al escenario con un vestuario que parece concientemente un No – vestuario: pantalones oscuros y viejos, camisas oscuras y manchadas de pintura, botas de soldado. Se apagan las luces, el sonido y la oscuridad lo llenan todo mientras ellos empiezan a decir las primeras frases del aclamado libreto ‘¿cuándo volveremos a encontrarnos?’ exclaman una y otra vez mientras dan vueltas por todo el escenario. La entrada es espectacular – pienso – la música, la oscuridad casi absoluta, y sentir la presencia de ellos a escasos centímetros de nuestros asientos mientras recorren la sala repitiendo las enigmáticas líneas.

Lo que  sigue es una puesta en escena súper ambiciosa: los actores (él y ella) se echan todo Macbeth (sí, casi literal) encarnando a un chingo de personajes. Al principio es un poco confuso entender los ‘switches’ instantáneos de escenas, tiempos y voces, pero una vez que le agarras la onda la obra va, absorbente y hermosa como es.

No hay ninguna escenografía (excepto un par de velas en unas cuantas escenas), el único recurso de toda la obra son los actores y el sonido. El resultado es una cosa impactante. Un desborde, un exceso. A los 40 minutos el esfuerzo físico de correr, trotar, golpearse, repetir líneas, hacer cambios de voz y arrastrarse bajo los asientos es palpable y visible a través de las camisas, el cabello y los rostros empapados de sudor. No hay intermedios, no hay pausas. Ellos dos solos interpretan, reinterpretan, salen por un lado y aparecen por el otro, gritan, lloran, se paran enfrente de  ti a repetir sus diálogos: llenan de manera total el espacio, cubren con creces todas las expectativas.

Cuando termina la obra creo que hasta yo me siento cansada. Nunca en toda mi vida había visto tanto alarde de actuación, tanta declaración de ‘miren todo lo que podemos hacer con casi nada, excepto años y años y años de talento cultivado’. Los aplausos del público se prolongan por varios minutos, ellos salen tres veces a agradecerlos.

Él y yo salimos un poco consternados: qué cabrón, ¿no? Cuánto derroche, cuánto lujo. Al final duró más de dos horas, así que caminamos un rato en la noche fresca hablando de lo que acabamos de ver.

Él me cuenta que cuando estaba en la preparatoria se aprendió de memoria las líneas ésas de ‘tomorrow, tomorrow, tomorrow’. Me repite un fragmento en español: ‘el mundo es un cuento absurdo contado por un idiota lleno de sonido y furia cuyo significado es nada’. Yo lo veo – otra vez con asombro -  y me pregunto de dónde mierdas habrá salido este acompañante vestido con una playera de chicles Trident (de la que me burlé hasta el cansancio en el trayecto) que así de la nada se pone a contarme que a los 17 años se entretenía tratando de aprenderse líneas de Shakespeare. Es una locura.

Yo, por mi parte, me detengo en el verbo alardear.  Pienso en el regalo que esto significa cuando se trata de algo legítimo. ¿Pero cómo sería legítimo, dónde trazarías la línea? – me pregunta él - .  No sé – contesto- , supongo que porque es demasiado visible que hay algo que respalda el ejercicio de ostentación, un talento trabajado y, además, puesto a prueba.

Aunque de antemano se sepa que la prueba puede ser vencida favorablemente, creo que si no tuviera este componente de reto el alarde sería mera presunción. Quizás le estoy atribuyendo características que no necesariamente tiene, pero me imagino al genio que sabe que es un genio y que, sin embargo, se pone un reto nada más para ver hasta dónde puede llegar. A veces se fracasa estrepitosamente en el experimento, pero también a veces la prueba se convierte en un alarde de las habilidades del artista (o el deportista, ya que estamos...), y entonces es algo tan emocionante y tan hermoso como ver a los campeones de ajedrez en un torneo, jugándose el talento por el mero placer de estirar la cuerda hasta que se rompa, y también un poco hasta que la locura sople su aliento sobre las nucas de los afortunados testigos.




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