con dedicatoria
Creo poder identificar con relativa facilidad quién
de mis amigos es el que me admira más. El sentimiento es mutuo; durante
nuestros estudios compartidos hubo muy pocos ensayos finales que entregáramos
sin que el otro los hubiera leído y comentado antes. Después llegó un momento
en el que casi cualquier tema de política teníamos que discutirlo para saber
bien a bien qué pensábamos al respecto. Por supuesto, no siempre estábamos de
acuerdo en nuestras posturas, pero hablarlo con el otro era un paso necesario para
aclarar nuestras propias ideas individuales.
Hace no tanto tiempo estaba tomándome un café con él
y discutiendo sobre las elecciones en Ecuador. En medio de mi speech sobre
algo, él tuvo algo así como un momento de iluminación y me interrumpió para
decirme que “me acabo de dar cuenta de que si hubiéramos nacido hace 100 años
yo podría seguir siendo el militante que soy, y tú, a tus 28, estarías cuidando
a tus por lo menos seis hijos. Eso hubiera sido muy cabrón para los dos”. Hizo
un gesto raro (como de sorpresa y ternura al mismo tiempo) y se levantó a pedir
más café.
A mí, por alguna razón, me pareció algo así como un
halago y una forma rápida de convencer a mis amigos varones de por qué nos
importa tanto el tema de la igualdad de género: ¿te gusta platicar conmigo de
política? Bueno, hace 100 años no hubiéramos podido hacerlo. Lo mismo con
literatura, cine, música: ¿te gusta que vayamos juntos a los conciertos de lo
que sea? A mi también, pero hace 100 años no hubiéramos podido.
Evidentemente, este impedimento para la amistad
hubiera provenido de por lo menos dos factores: el primero sería que yo, en
efecto, no tendría muchos temas de conversación con ellos si suponemos que cada
cual hubiera seguido el destino de la época. ¿De qué podríamos hablar con interés
si yo me dedicaría a algo considerado tan trivial como el espacio doméstico? La
otra cosa es que una serie de limitaciones se alzarían no sólo ante el interés
de cultivar una amistad entre personas de diferente sexo, sino ante la
realización práctica de esto.
Esto me lleva a que en las últimas décadas ha habido
un avance considerable para salvar el primer obstáculo: ahora compartimos más
espacios, tenemos en común muchos más temas de conversación, de intereses, de
pasiones. En ocasiones compartimos aulas o espacios laborales, lo que quizás ha
propiciado (o permitido) que florezca entre nosotros la admiración, el respeto
por las opiniones de un igual. No me refiero únicamente a que nosotras hayamos
entrado en temas antes considerados masculinos (la política, la ciencia) porque
creo que el proceso ha sido de los dos lados (y ahora es común y agradable
platicar con ellos de sus experiencias de paternidad, por ejemplo).
En cuanto al segundo obstáculo creo que, aunque hemos
avanzado, todavía nos falta ser concientes de los alcances de esto y decidir
hasta dónde queremos darle entrada. Me refiero a que entre nosotros, adultos jóvenes,
la figura del amigo – amiga quizás sea todavía algo nuevo ante lo que no
tenemos muy claro cómo reaccionar. Yo me considero muy afortunada por tener
amigos que viven en parejas establecidas (con o sin hijos, con o sin mascotas)
y que, de tanto en tanto, hacen espacio en sus agendas para comer – desayunar –
ir por un café conmigo con o sin sus parejas.
Pienso en las generaciones que nos precedieron (mis
padres, mis abuelos) y no encuentro demasiados ejemplos de este tipo de relación.
Mis padres habrán tenido, cuando mucho, un par de amigos (parejas) con los que
convivir. Mi mamá es una asidua clienta de los cafés, pero siempre va acompañada
de amigas, mujeres.
Y, evidentemente, en mi propia generación he
encontrado los típicos prejuicios ante estas formas de interacción. ¿Por qué mi
novio necesitaría salir a solas con otra mujer cuando me tiene a mí para
intercambiar opiniones, reflexiones y conocer cafés? ¿no es eso acaso un síntoma
de mi incapacidad para satisfacer sus necesidades? ¿no será que si quiere salir
con ella es porque tiene un interés inapropiado?
Pienso que la respuesta es que, en efecto, sería
bueno que todos reconociéramos nuestra incompletud y nuestra incapacidad para
satisfacer de forma total al otro. Al mismo tiempo, creo que la posibilidad
abierta por el contexto histórico de conservar una amistad hombre – mujer a
través de los años y de las variaciones en los contextos personales debería ser
vista más como una conquista que como un
recordatorio de nuestras inseguridades. Probablemente estamos ante una nueva
figura histórica (la amiga) que podría cambiar, definitivamente para bien, el
mundo en que habitamos.
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