Hace tres años viví un año completo en una habitación de coyoacán. En
esos arreglos de vivienda extrañísimos de esta ciudad, tres familias diferentes
compartíamos un departamento no tan grande. Yo vivía en la habitación con baño,
en la habitación de al lado vivía una pareja de franceses, y en lo que sería la
sala – comedor vivía una señora bastante transtornada que juraba ser artista y
que tenía desplantes emocionales algo alarmantes.
En mi habitación había una ventana muy grande que daba a una especie de
cubo que separaba los departamentos pares de los impares. Las ventanas de todos
los departamentos comunicaban con el mismo espacio gris, lleno de ruido de
lavadoras y de olores a suavitel. Y, en esas formas de interacción no buscadas
(que esta ciudad es experta en propiciar), los sonidos también circulaban
libremente entre nuestros espacios cotidianos.
En el departamento de abajo vivía una pareja de alrededor de 60 años,
los dos del D.F. Él era músico, ella profesora. Eran grandes amigos: todos los
días se levantaban a tomar el desayuno juntos y tenían las pláticas más
ordinarias y más sabrosas del mundo. Se reían mucho. Él cantaba y lavaba los
trastes casi a diario. Hablaban de política, de su hijo, del clima, de los planes
del fin de semana. Luego ella se iba, él se quedaba un rato y después salía
también. Regresaban ambos hasta en la noche.
Suena muy freak que yo estuviera al tanto de sus rutinas. Quizás debo
decir en mi defensa que no lo busqué: las ventanas abiertas de nuestros
departamentos eran la entrada perfecta a las vidas de los otros.
En este país hay algunas instituciones educativas que piensan que es
positivo (o por lo menos buen indicador de la calidad) que los alumnos sufran
el proceso de escritura de tesis. Así que durante ese año en coyoacán estuve
padeciendo dichos estándares: leía todo el día, trataba de escribir también
todo el día, me angustiaba mucho, me desvelaba mucho, comía mal, empecé a
fumar. Pasaba demasiado tiempo sola.
Y en esos doce meses, mi única rutina estable fue desayunar escuchando
la conversación del departamento 3. Además de que me recordaban a mis papás, escuchándolos
sentía que el mundo seguía ahí, firme, dando vueltas: debajo de mi departamento
vivía una pareja de compañeros que comentaban las noticias, se reían y se
despedían con un beso todos los días. La vida era más que estarme jugando un
título de maestría por una discusión tan irreal como si las mujeres existen o
no. Esa vida mía, en ese momento tan brumosa, no era más que un paréntesis.
Es extraño decir que los recuerdo con mucho afecto. Fue extraño también
que el día de mi mudanza pasé a despedirme de ellos. Dentro de mi habitación
había una maceta de talavera con una plantita que cuidé mucho; no la subí al
camión porque pensaba llevarla en mis brazos hasta el nuevo lugar. Pero cuando
pasé por el departamento tres, impulsiva como soy, toqué la puerta. Me abrió
ella, me aguanté la pena mayúscula de estar frente a alguien que jamás me había
visto aunque yo supiera tantas cosas sobre su vida. Le dije que ‘soy la vecina
del 5 pero me estoy cambiando de casa, le quería regalar esta planta’. Ella me
vio con extrañeza, luego sonrío, me dio las gracias, me dijo que le gustaban
mucho las plantas y que la iba a cuidar mucho; me invitó un café. Yo le dije
que no podía así que sólo me despedí con un abrazo muy largo y muy sincero.
Es una de mis tantas historias freaks, pero a Emilia le divirtió
muchísimo cuando se la conté en las vacaciones pasadas. Recordar a esa pareja
me hizo pensar en las formas de convivencia que las ciudades permiten o
prohíben, y en la forma en que nuestra humanidad reacciona ante esas otras
vidas que nos rodean. Gilligan llega al extremo de afirmar que los seres
humanos no ‘vivimos’ en relación, sino que ‘somos’ relación. Sólo somos a
través de los otros, ningún círculo cerrado sino miles de interconexiones que
forman algo así como una figura difusa llamada identidad. A mí ellos, sin
saberlo, me hicieron mucho bien en ese tiempo. Como ahora, sin saberlo, hay
quienes con sus abiertas ventanas virtuales me hacen mucho mal.
La metáfora de la ventana es perfecta; lo que comunicamos a través de
ellas de ida y vuelta. Los que vemos y los que somos vistos. Nuestra pequeña e
infinita humanidad. Sinécdoque.
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