Mire vea: lo más importante y bonito del mundo es
esto: que las personas no son siempre iguales, todavía no fueron terminadas, y
siempre van cambiando. Afinan o desafinan. Verdad mayor”
Joao Guimaraes
Rosa
Soy una persona que nunca ha tenido interés por la
cocina. Quizás se deba a que mi madre es una mujer ‘moderna’ que jamás ha
pasado más de dos horas cocinando (en mi casa no existen tradiciones culinarias
ni platillos cuidadosamente elaborados, excepto quizás la famosa cochinita
pibil, que es algo así como la especialidad de la casa en un hogar norteño con
antecedentes muy mayas…); quizás se deba a mi feminismo radical en un momento
ligeramente malentendido, que a los 18 años se peleó con todo aquello que
oliera a mandatos de una figura de género con la que deseaba romper lo más
posible (y así por un tiempo desterré de mi vida maquillaje, cocina, tacones,
fotos con el novio en las redes sociales, etc., etc.). O quizás sea, también, que en estos más de
cinco años de vivir sola cocinar me parece una tarea cara, de desperdicio y
lujo, comparada con la facilidad de bajar a la fonda más cercana y de paso
quitarme la pijama freelancera con la que trabajo todos los días.
Sin embargo crezco, afino, crezco. Así que hace poco
que apareció en mi vida la posibilidad de irme de México, dos fueron mis
preocupaciones principales: hablar inglés decentemente, y saber preparar algo
comestible. Ambas cosas me parecieron indispensables para tener una vida
autónoma y relativamente más sencilla en ese supuesto destino que al final terminó
siendo otra vez el D.F.
Aunque la idea del extranjero no prosperó, ya había
empezado con el proceso de cuestionar prejuicios y miedos y tratar de
reinventarme, por lo que pagué un curso de cocina en una escuela gastronómica
de la colonia Roma y me dispuse a pasar los siguientes cinco sábados en un
aprendizaje intensivo de ‘técnicas básicas’ (desde cómo cortar verduras hasta
cómo cocer un pollo).
***
El sábado pasado fue mi primera sesión: cómo preparar
fondos y salsas. Durante la introducción - que la chef dictó por algo así como
treinta minutos - mi curiosidad incorregible estuvo dirigida, más que a cómo se
tienen que dorar los huesos del fondo, a quiénes serían mis compañeros de
cocina. Me parece un grupo tan extraño: dos señoras, cuatro señores, una chica
como de mi edad, y yo. ¿Por qué estarán aquí ellos? ¿qué historias se esconden
atrás de ocho adultos que un día deciden invertir tiempo y dinero para que
alguien les enseñe a cortar una cebolla en brunoise?
¿qué y dónde hemos comido todos nosotros hasta este momento, quién nos ha
alimentado hasta antes de dar ese importante paso en pos de la autonomía que es
saber cocer nuestro propio pescado? ¿por qué estamos aquí un sábado de 5 a 9 de
la noche?
***
Inmediatamente viene a mi cabeza la postura de la
“política de la ubicación”. Para un buen grupo de epistemólogas feministas la
única manera válida de construir conocimiento es partiendo de la explicitación
de la posición propia dentro del universo social. Renunciamos al sujeto
cognoscente universal para adoptar un sujeto cognoscente situado que sepa
identificar de dónde viene y por qué investiga lo que investiga. Esto no tiene
tanto que ver con la cocina, pero sí. Sí, supongo, porque me obliga a rastrear
esta historia mía tan diferente y tan privilegiada de una mujer adulta que a
sus 28 años paga un curso de cocina profesional; y es necesario reconocerlo
porque esto es tan distinto de las historias con las que constantemente me topo
en mi trabajo, de mujeres que han aprendido a cocinar como algo natural, que se
espera de ellas, las niñas que desde los nueve años han contado con el
conocimiento práctico de hacer tortillas de maíz y con la imposición de calentarlas
para el resto de la familia. Y esto por supuesto que nos signa, y por supuesto
que nos divide, y por supuesto que obliga a la reflexión feminista: todas
compartimos la cocina (como espacio históricamente feminizado), pero cómo y por
qué llegamos o no a ese lugar es algo que me parece interesante en este
momento.
***
Después de todas esas cosas que pensé durante la
introducción de la chef, entramos ahora sí a la cocina, y ahora sí a las
instrucciones claras de cortar, cocer, mezclar, batir, agregar, colar, y un
largo etcétera de cuatro horas preparando algo. La chef ni siquiera nos
preguntó nuestros nombres así que nos trata a todos de ‘usted’ y sin
consideraciones ni miramientos da órdenes y sugerencias: lo estás picando mal,
fíjate bien cómo agarro yo el cuchillo, hazlo rápido o se te quema, etc., etc. En
ese momento me doy cuenta de que soy una inútil total que ni siquiera sabe
pelar un jitomate. Mis manos son súper torpes con el cuchillo, soy miedosa del
aceite en las cacerolas, actúo con una lentitud sorprendente. Soy una novata.
“Estoy aprendiendo”, me digo antes de reaccionar a las bromas maliciosas de la
chef (“¿en qué medita tanto mientras corta eso? Se le está quemando lo que
tiene en el sartén”). Estoy aprendiendo, estoy aprendiendo. Y creo que por un
momento es liberador reconocer eso, que hay tantas cosas que no sabemos, tantas
cosas por aprender de a poquito, tantas cosas fuera de nuestra zona de confort
en la que mal o bien hemos ganado cierto expertisse.
***
Creo que hace mucho tiempo que no me proponía
aprender algo fuera de mi formación profesional. Ahora entré con esto de la
cocina, y entré también a clases de yoga. En las dos cosas soy la novata que no
domina las posiciones más básicas. En las dos cosas no puedo más que quedarme
boquiabierta ante el conocimiento de los profesores. Creo que es un gran método
para tener los pies en la tierra eso de vivir constantemente que todos somos
ignorantes, aunque no todos ignoremos las mismas cosas. Creo también que es un
gran método para ser una persona feliz, más completa en la conciencia de
nuestra infinita incompletud.
***
Ser adulta y aprender algo de forma conciente y
calculada es para mí una gran novedad; creo que estoy muy acostumbrada a tener
prisa, a aprender a chingadazos, e incluso a no aprender demasiado. Quizás esto
tenga que ver con el mundo en que vivimos, en el que todo sucede al instante. Como
dice Szymborska:
Mal preparada para el honor de vivir,
apenas si aguanto el ritmo de la acción impuesto.
Improviso, aunque aborrezco la improvisación.
Tropiezo a cada paso con el desconocimiento de las
cosas.
Mi forma de ser huele a provincial.
Mis instintos son los de un aficionado.
El miedo escénico, como justificación, me humilla
mucho más.
Siento como crueles las circunstancias atenuantes.
Imposible retirar palabras y reflejos,
las estrellas no contadas,
el carácter, abrigo abotonado sobre la marcha;
he aquí los lamentables resultados de estas prisas
¿Qué tal si pudiéramos trabajar en que el carácter no
fuera un abrigo abotonado sobre la marcha? ¿qué tal si estos actores que somos
pudieran realizar acciones autoreferidas para mejorar el performance? ¿qué tal
si - después de todo y como han sugerido tantas filosofías disímiles – es nuestra
responsabilidad trabajar sobre la humanidad que nos ha sido concedida? Podría
ser. Ahora sólo falta que me ponga cósmica y ya la hicimos.
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