miércoles, 16 de octubre de 2013

Notas sobre una clase de cocina

Mire vea: lo más importante y bonito del mundo es esto: que las personas no son siempre iguales, todavía no fueron terminadas, y siempre van cambiando. Afinan o desafinan. Verdad mayor”
Joao Guimaraes Rosa

Soy una persona que nunca ha tenido interés por la cocina. Quizás se deba a que mi madre es una mujer ‘moderna’ que jamás ha pasado más de dos horas cocinando (en mi casa no existen tradiciones culinarias ni platillos cuidadosamente elaborados, excepto quizás la famosa cochinita pibil, que es algo así como la especialidad de la casa en un hogar norteño con antecedentes muy mayas…); quizás se deba a mi feminismo radical en un momento ligeramente malentendido, que a los 18 años se peleó con todo aquello que oliera a mandatos de una figura de género con la que deseaba romper lo más posible (y así por un tiempo desterré de mi vida maquillaje, cocina, tacones, fotos con el novio en las redes sociales, etc., etc.).  O quizás sea, también, que en estos más de cinco años de vivir sola cocinar me parece una tarea cara, de desperdicio y lujo, comparada con la facilidad de bajar a la fonda más cercana y de paso quitarme la pijama freelancera con la que trabajo todos los días.

Sin embargo crezco, afino, crezco. Así que hace poco que apareció en mi vida la posibilidad de irme de México, dos fueron mis preocupaciones principales: hablar inglés decentemente, y saber preparar algo comestible. Ambas cosas me parecieron indispensables para tener una vida autónoma y relativamente más sencilla en ese supuesto destino que al final terminó siendo otra vez el D.F.

Aunque la idea del extranjero no prosperó, ya había empezado con el proceso de cuestionar prejuicios y miedos y tratar de reinventarme, por lo que pagué un curso de cocina en una escuela gastronómica de la colonia Roma y me dispuse a pasar los siguientes cinco sábados en un aprendizaje intensivo de ‘técnicas básicas’ (desde cómo cortar verduras hasta cómo cocer un pollo).

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El sábado pasado fue mi primera sesión: cómo preparar fondos y salsas. Durante la introducción - que la chef dictó por algo así como treinta minutos - mi curiosidad incorregible estuvo dirigida, más que a cómo se tienen que dorar los huesos del fondo, a quiénes serían mis compañeros de cocina. Me parece un grupo tan extraño: dos señoras, cuatro señores, una chica como de mi edad, y yo. ¿Por qué estarán aquí ellos? ¿qué historias se esconden atrás de ocho adultos que un día deciden invertir tiempo y dinero para que alguien les enseñe a cortar una cebolla en brunoise? ¿qué y dónde hemos comido todos nosotros hasta este momento, quién nos ha alimentado hasta antes de dar ese importante paso en pos de la autonomía que es saber cocer nuestro propio pescado? ¿por qué estamos aquí un sábado de 5 a 9 de la noche?

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Inmediatamente viene a mi cabeza la postura de la “política de la ubicación”. Para un buen grupo de epistemólogas feministas la única manera válida de construir conocimiento es partiendo de la explicitación de la posición propia dentro del universo social. Renunciamos al sujeto cognoscente universal para adoptar un sujeto cognoscente situado que sepa identificar de dónde viene y por qué investiga lo que investiga. Esto no tiene tanto que ver con la cocina, pero sí. Sí, supongo, porque me obliga a rastrear esta historia mía tan diferente y tan privilegiada de una mujer adulta que a sus 28 años paga un curso de cocina profesional; y es necesario reconocerlo porque esto es tan distinto de las historias con las que constantemente me topo en mi trabajo, de mujeres que han aprendido a cocinar como algo natural, que se espera de ellas, las niñas que desde los nueve años han contado con el conocimiento práctico de hacer tortillas de maíz y con la imposición de calentarlas para el resto de la familia. Y esto por supuesto que nos signa, y por supuesto que nos divide, y por supuesto que obliga a la reflexión feminista: todas compartimos la cocina (como espacio históricamente feminizado), pero cómo y por qué llegamos o no a ese lugar es algo que me parece interesante en este momento.

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Después de todas esas cosas que pensé durante la introducción de la chef, entramos ahora sí a la cocina, y ahora sí a las instrucciones claras de cortar, cocer, mezclar, batir, agregar, colar, y un largo etcétera de cuatro horas preparando algo. La chef ni siquiera nos preguntó nuestros nombres así que nos trata a todos de ‘usted’ y sin consideraciones ni miramientos da órdenes y sugerencias: lo estás picando mal, fíjate bien cómo agarro yo el cuchillo, hazlo rápido o se te quema, etc., etc. En ese momento me doy cuenta de que soy una inútil total que ni siquiera sabe pelar un jitomate. Mis manos son súper torpes con el cuchillo, soy miedosa del aceite en las cacerolas, actúo con una lentitud sorprendente. Soy una novata. “Estoy aprendiendo”, me digo antes de reaccionar a las bromas maliciosas de la chef (“¿en qué medita tanto mientras corta eso? Se le está quemando lo que tiene en el sartén”). Estoy aprendiendo, estoy aprendiendo. Y creo que por un momento es liberador reconocer eso, que hay tantas cosas que no sabemos, tantas cosas por aprender de a poquito, tantas cosas fuera de nuestra zona de confort en la que mal o bien hemos ganado cierto expertisse.

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Creo que hace mucho tiempo que no me proponía aprender algo fuera de mi formación profesional. Ahora entré con esto de la cocina, y entré también a clases de yoga. En las dos cosas soy la novata que no domina las posiciones más básicas. En las dos cosas no puedo más que quedarme boquiabierta ante el conocimiento de los profesores. Creo que es un gran método para tener los pies en la tierra eso de vivir constantemente que todos somos ignorantes, aunque no todos ignoremos las mismas cosas. Creo también que es un gran método para ser una persona feliz, más completa en la conciencia de nuestra infinita incompletud.

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Ser adulta y aprender algo de forma conciente y calculada es para mí una gran novedad; creo que estoy muy acostumbrada a tener prisa, a aprender a chingadazos, e incluso a no aprender demasiado. Quizás esto tenga que ver con el mundo en que vivimos, en el que todo sucede al instante. Como dice Szymborska:

Mal preparada para el honor de vivir,
apenas si aguanto el ritmo de la acción impuesto.
Improviso, aunque aborrezco la improvisación.
Tropiezo a cada paso con el desconocimiento de las cosas.
Mi forma de ser huele a provincial.
Mis instintos son los de un aficionado.
El miedo escénico, como justificación, me humilla
mucho más.
Siento como crueles las circunstancias atenuantes.
Imposible retirar palabras y reflejos,
las estrellas no contadas,
el carácter, abrigo abotonado sobre la marcha;
he aquí los lamentables resultados de estas prisas

¿Qué tal si pudiéramos trabajar en que el carácter no fuera un abrigo abotonado sobre la marcha? ¿qué tal si estos actores que somos pudieran realizar acciones autoreferidas para mejorar el performance? ¿qué tal si - después de todo y como han sugerido tantas filosofías disímiles – es nuestra responsabilidad trabajar sobre la humanidad que nos ha sido concedida? Podría ser. Ahora sólo falta que me ponga cósmica y ya la hicimos.




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